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Un escalofrío recorre todo el cuerpo mientras los pelitos cortos de la nuca se erizan. Un nausea cargada con el sabor de la bilis asciende hasta la boca, donde se ahoga en una arcada amarga. Las lágrimas van acumulándose en las cuencas de los ojos hasta que incontroladas, descienden por el rostro abrasando la piel a su paso. Un grueso nudo de desesperación cierra la garganta provocando una respiración entrecortada.

Un titular de prensa, una nota de radio que parte un programa por la mitad, un tuit en la pantalla del móvil, una notificación de Facebook o el sonido de un mensaje de WhatsApp que entra de parte de una amiga, nos avisa de que otra hermana ha sido asesinada.

Otra mujer ha perdido la vida a manos de un malnacido que ha decidido que tiene el poder en sus manos para acabar con la existencia de otro ser humano, del que se considera su dueño, su propietario. Y como dueño decide sobre su calidad de vida, convirtiéndola en un infierno, con maltrato psicológico, físico y emocional. Hasta que; bien porque ella le deja y retoma su vida o bien porque se le cruzan los cables en un irracional sentido de la realidad; le quita la vida. Después, algunas veces acabará también suicidándose, decisión que podría haber tomado mucho antes de segar la vida la de la persona, que presumiblemente era su compañera, sin tener demasiado bien definida la idea de cómo funciona una pareja.

1000 mujeres en dieciséis años. Muchas más que las víctimas del terrorismo etarra en toda su existencia. Pero el número es infinitamente mayor. No están todas en esa escalofriante estadística que aclara el tipo de sociedad que tenemos, que condena a muchas mujeres a vivir con el temor permanente a ser la siguiente. A saber que él va a por ella y no cejará en su empeño, porque se lo ha dicho, le ha declarado su intención de matarla y no parará hasta verla sin vida a sus pies. En ese listado oficial de víctimas por violencia de género,  falta Diana, falta Laura, faltan las niñas de Alcásser, y un largo etcétera de mujeres asesinadas por ser mujeres. El número desborda las expectativas de todos, incluidas a las instituciones políticas y judiciales.

Les piden que denuncien, que vayan a ser vapuleadas en las comisarías, con interminables interrogatorios donde pueden sentir que se cuestiona su verdad, sus golpes y sus moratones. Que llamen al 016 para pedir auxilio a una sociedad que no se lo va a conceder. Y que cuando, si alguna consigue llevar a su maltratador a juicio, los jueces permiten a sus agresores tener sentencias irrisorias que nada tienen que ver con el infierno donde ellas permanecen.

Instituciones y ciudadanos se sienten doloridos por cada asesinato. Condolencias vacías colgadas en mensajes en las RRSS, limpian la conciencia y permiten continuar con la vida normal. Porque llegado el momento de tomar decisiones importantes que pueden cambiar la deriva de esta masacre femenina,  parte de la ciudadanía se dejará embaucar por palabras que hablan de discriminación masculina, por las que niegan que existe la violencia de género, que engrandecen y falsean los datos oficiales de las denuncias falsas o se llenan la boca con los números de los suicidios masculinos. Todo para cubrir el horror con una capa de machismo y misoginia política y esconder una verdad, que desmiente cada día con la pura y dura realidad, todo su discurso político.

1000 mujeres ya no viven, ya no respiran, ya no existen. No verán más a sus hijos o no los tendrán siquiera. No tendrán un trabajo, no irán de vacaciones, no serán felices.

Hombres cargados de resentimiento, de miedo, de cobardía, de inseguridad, de frustraciones y de falta de empatía, escupen todo eso sobre sus parejas, convirtiendo su vida en un infierno de humillaciones, de golpes, de muerte. Seres incapaces de gestionar sus sentimientos, que culpan de su equivocada existencia a otro ser humano que un día les dio su amor y del que ellos gritan a los cuatro vientos que siguen amando, como si ese amor enfermo pudiera justificar todo el daño que pueden llegar a realizar. El maltratador es un hombre malo. Con una maldad que no acepta, que no corrige y no admite. Pero que condena a una mujer a vivir con el miedo perenne metido en el cuerpo.

Titulares de prensa, radio y televisión, bandas de tuiteros en las RRSS, minusvaloran los crímenes, los ridiculizan y los desmienten, evocando siempre a los celos como justificación ante la barbarie o lo achacan a la maldad natural de la mujer que abandona. Envuelven el mundo de lucha femenina con su verborrea machista, con sus agrupamientos para tumbar cuentas y denunciar falsamente ante tribunales mediáticos, para tapar las voces de las que, desde todos los rincones, gritamos de impotencia y exigimos que se abra los ojos y se vea una realidad que nos cuesta la vida.

Este artículo está escrito desde las dolorosas entrañas, desde las vísceras de mujeres que se revuelven en sus cuencas cada día, cuando aparece muerta otra hermana. Desde ese sentimiento que remueve el alma hasta sus cimientos más profundos, donde la rabia,  la impotencia y la indignación crecen como el vapor de agua de una olla en constante ebullición. Porque la vida de miles de mujeres es una eterna incertidumbre. Una larga espera de terror incrustado en su vida, esperando que a la vuelta de la esquina, en la puerta del portal o al salir del coche, él llegue con su odio a quitarles la vida.

Las mujeres, parafraseando a Bernarda Alba en la gran obra del siempre maravilloso Federico, vivimos en un eterno mar de luto. Un luto morado que arropa a todas las hermanas que ya no están y para las que no habrá descanso posible, hasta que la sociedad patriarcal, machista, misógina y excluyente, no desaparezca para siempre.

#NiUnaMás

 

Sobre belentejuelas 74 artículos
Me gusta ser diferente. Feminista, atea, de izquierdas. Baloncesto. Autora de El Espejo.

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