Alcantarillas y firmamentos

¿Cuánto tiempo llevo aquí?… Ya ni siquiera recuerdo el olor de la naturaleza.

Encerrado en el submundo mis sentidos se han ido atrofiando y apenas alcanzo a sentir mi propio corazón.

Al principio no me daba cuenta, pues no era yo el único que habitaba estas cómodas alcantarillas, rodeado de personas que hacían su vida en este estercolero casi me había acostumbrado a comer rata y beber detritus. “Al fin y al cabo todos lo hacen, ¿no? Probablemente sea yo el raro, y esta sea la única vida posible”, de esta manera hablaban mi sentido común y mi amor cuando todavía eran inocentes y juguetones.

Y en esa vorágine de zalamera mediocridad me vi conformado como ser humano; mis piernas, hechas para correr cual gacela lanzada al viento, quedaron reducidas a meros soportes; mis brazos, cuya fuerza otrora domó a todas las bestias de aquel vasto mundo, se arrastraron por los suelos buscando arañar un pedazo de carne maloliente; y mi cerebro, ¡ay, mi cerebro! Privado del sublime placer de la belleza se fue anquilosando, y quien un día estuvo destinado a ser el último creador sobre la Tierra, aquel a quien le fue conferida la más grandiosa de todas las misiones, la de trascenderse a sí mismo, apenas tenía energía suficiente para terminar de autodestruirse.

Fue en este ambiente interno y externo de mínima tensión, en el que mi ser y mi vida amenazaban con diluirse pacíficamente en la Nada, cuando ocurrió. No sabría explicarlo de forma precisa, por lo que tendréis que usar vuestra intuición para aprehender el suceso: sentí una explosión en mi interior, una energía viva que recorría todo mi ser y me recordaba entre lejanos susurros quién era, fue tal la potencia liberada por esa vivencia que a partir de entonces toda mi conducta quedó determinada por ella. Imagínate una partícula cargada con demasiada energía encerrada en un recipiente demasiado pequeño, así me comportaba yo en aquel entonces y sólo ahora he podido entenderlo: fue la intuición de libertad lo que me precipitó a la búsqueda de una salida. ¿Acaso iba yo a morir sin ser libre? No, ¡imposible!

Me vinieron entonces a la cabeza aquellos cuentos que leí de pequeño, en los que el joven Sigfrido cargaba sonriente el peso del mundo a sus espaldas, en los que el ingenuo Parsifal emprendía un viaje de no retorno en la búsqueda del Santo Grial que habría de purificar a la humanidad, en los que el valiente Aragorn se enfrentaba a los errores de sus ancestros elevando la camaradería a niveles heroicos. Y así gané mi primera batalla, mi inteligencia, esa eterna pesimista, quedó prendada de la imagen que aquellos recuerdos ofrecían, y sonrojada por la vergüenza de la grandeza olvidada accedió a dirigir la temeraria empresa.

Dejé entonces de dar tumbos por las cloacas buscando una puerta que nunca había existido y en un instantáneo acto de lúcida intuición di completamente la vuelta a todo. Nunca más buscar hacia afuera, nunca más esperar con las manos abiertas la limosna de las pequeñas libertades. ¡No! Mi alma ya no suspiraba por pequeñas libertades, sólo las grandes la hacían temblar de renovada emoción. Di la vuelta entonces a mi mirada y lo vi, no tan cerca como para poder tocarlo, ni tan lejos como para no poder distinguirlo: ¡aquello era el firmamento! Por fin podía asomarme a la luz de los verdaderos astros y admirar el mundo con el que hasta ahora sólo había podido fantasear. La simple promesa de coloreadas alegrías y épicos desafíos fue suficiente.

Me hice un juramento aquel día: dedicaría mi vida a explorar ese fantástico mundo, y sería allí, en la intimidad de mí mismo, donde encontraría la puerta que me permitiría beber del Santo Grial. Un fácil desprenderse fue aquella apuesta, la libertad y el honor de toda una especie era lo que estaba en juego.

Artículo de @parsifalxxi para Alcantarilla Social

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