Él ve escapar su juventud. Es encantador y muy trabajador. Batallador, guerrero. Ya de joven, no soportaba las injusticias. Era el primero en acudir a marchas, huelgas, para luchar por derechos sociales y destapar abusos.
Quiere enamorarse y formar la familia que anhela hace ya tiempo. Con muchas parejas anduvo. Ahora, en la cuarentena, mira a sus referentes y grita a los dioses, al universo, a quién pueda escuchar, «¿Qué pasa con mi vida? ¿Por qué los amores no me duran? ¡Mi deseo es encontrar lo que mis padres alcanzaron!» Lo hace señalando aquel recuerdo de la escena que vio repetida tantas veces en su infancia, pubertad, juventud. Seguía viéndola ahora de adulto. Su padre abrazaba con fuerza, a la vez con delicadeza, a su madre por detrás, mientras ella escucha esa frase que ya se ha hecho eterna: «¡Así te quiero siempre!»
Un hombre que, desde joven, contempla embelesado cómo pasan los años sin que “ella” aparezca. Cree en una relación idílica, pero parece que a él no le llega. Miraba a su padre cómo desbordaba alegría cuando llegaba a casa y allí le esperaba su amada esposa. Nunca reparó en que la madre, abnegada, servía tanto al padre como a toda la familia en lo que necesitaran. En sus recuerdos, ella estaba siempre en el hogar y aguardaba con paciencia la llegada de su amado esposo. Lo recibía con un abrazo. La comida, nunca estaba fría. La ropa, limpia y bien planchada. La casa, recogida. Los hijos, con los deberes hechos y la lección aprendida.
En su memoria permanecía ese parque al que siempre la madre los llevaba. Quería que, tanto sus hermanos como él, tuvieran tiempo para divertirse y jugar entre el colegio y a las obligaciones. Ella también trabajaba fuera de casa. Era una maga. Esa era la única explicación de que nunca se olvidara de nada, llegara y abarcara con todo. Si algo le molestaba, le restaba importancia y lo ocultaba tras aquella dulce, risueña, quizá también algo melancólica mirada que siempre enseñaba al mundo. Por eso él no tiene presente lamentos o algún desespero de ella.
La madre era una mujer fuerte. Jamás quiso mostrar delante de sus hijos que no siempre estaba de acuerdo con el padre. Ocurrían muchas cosas que a ella no le cuadraban. Escuchaba frases, palabras, veía acciones, hechos, que ella llegaba a ver como extraños, chocantes. Incluso siniestros. En su mente chirriaban, pero, y sin darse cuenta, a ellos se acostumbró para que todo funcionara. Siempre disimulaba. Escondía muchos sentimientos en los que en demasiadas ocasiones se ahogaba. Sólo su llanto la acompañaba. Disimulaba sus lágrimas para que nadie reparara en aquellos ojos rojos, tan frecuentes. Decía que la alergia los irritaba y no encontraba gotas que pudiera aliviarlos.
La sonrisa de la madre brillaba siempre permanente, perpetua. Ocultaba y prefería no presentar a nadie a sus compañeras inseparables: una gran aflicción y enorme tristeza. Nunca quiso mostrar a sus hijos que ese cariño que sentía por el amor de su vida se hizo rutina. Y la atrapó sin darle oportunidad a ir más allá, perseguir sus sueños. Ambiciones, proyectos, quedaron eclipsados al dedicar su vida a lograr que su marido llegara hasta donde él quería. Cuidaba de sus hijos, de las personas mayores, a las que tanto quería. Olvidó, más bien la empujaron a renunciar a su esencia. Ya no recordaba qué capacidad, habilidad, era aquella que lograba “ser ella” la protagonista de su vida.
La ilusión de aquel muchacho se desvanecía. No comprendía por qué no la alcanzaba. Miraba a su padre pletórico y feliz por tener lo que él siempre deseó. Contemplaba a su madre, llena de dolores que obligaban a llevarla al hospital en demasiadas ocasiones. Pero, ¡siempre!, radiante y con palabras amables, positivas y animando a sus hijos a luchar por perseguir sus sueños.
Él, ya hombre, no es capaz de entender el verdadero mensaje que ocultaban las palabras, gestos, dolores, y miradas de la madre. Ella quiso transmitirles que no se apartaran de aquello que les hacía únicos y no el atrezo de sus propias vidas. Si amaban suficiente a otro ser humano, y eran correspondidos, el camino tenía que ser paralelo y unido. Jamás el mismo. Eso provocaría que uno anduviera tras los pasos que el otro marcaba. Y el que delante fuese, no vería que su sendero se convertía en la tumba de los anhelos y aspiraciones del ser amado. ¡Quién persigue el amor ideal se olvida del amor y de lo ideal!
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