Cuando uno tiene poder tiene tendencia a neutralizar de la manera más contundente posible todo aquello que teme.
La democracia inquisitorial en la que nos ha sumergido el Partido Popular, pese a su minoría en el Congreso (que no en el Senado, no lo olvidemos) ha señalado como enemigos temibles a grupos tan peligrosos como los jubilados, las mujeres, o los “violentos” independentistas catalanes. Algunos de ellos tampoco miran bien a quienes defienden ahora que un título de máster sólo debería tenerlo quien se lo haya ganado por su trabajo, y no aquellos a quienes se les concede graciosamente por su cargo, posición social o contactos.
Pero no debemos culpar de esto a los dirigentes del PP, por más que sus mafiosos negocios les lleven a legislar a favor de los más despreciables empresarios del país, así como a sus acólitos o a sus afines ideológicos. Se trata sin duda de la escuela en la que crecieron aquellos pobres niños y niñas, sometidos al yugo de los más infectos adultos, a juzgar por el resultado. Así, tuvieron que soportar el machismo más cargante como escuela, en casa, y estudiar con férrea disciplina monacal, cuando no militar, en colegios que les segregaban por sexo para evitar pecaminosas tentaciones, estableciendo de esa forma, por una parte, que los ciudadanos de bien han de buscar la compañía del otro sexo solamente en las formas, ocasiones y maneras en que resulta socialmente aceptable, y por otra, que el contacto íntimo con el propio sexo, públicamente detestado, es tolerable en tanto no exista ningún indicio público que ayude a presumir su existencia.
A la vez, este último razonamiento, unido a los negocios y conversaciones que, sin duda, observaron en su entorno, les llevó a la conclusión de que lo correcto era pregonar la honestidad y la honradez mientras en privado se traman toda suerte de negocios y acciones que esquivan la ley, cuando no la contravienen directamente.
A causa de todo ello fueron creciendo con unos valores que anteponían la hipocresía y el beneficio económico a cualquier otra consideración moral. Eso fue sin duda lo que les llevó a comenzar el infame negocio del robo de bebés con la diligente ayuda de no pocas monjas y médicos mientras se unían a la férrea disciplina de La Obra, o al menos, poblaban con entusiasmo basílicas y catedrales. Eso fue lo que les llevó a tramar la dirección de todo un país en sus oscuros despachos y ricos casones, simulando ser demócratas pero totalmente de espaldas a la ciudadanía. Eso fue lo que les llevó a crear entramados de empresas que hicieron exclamar a un juez experto en mafias que esas formas eran las que él había visto en Sicilia. Y eso es lo que les ha llevado a cometer tropelías de las que quizá nunca lleguemos a saber la historia, pero cuyos ecos circulan timoratos por las redes, de cuando en cuando.
Si la Biblia nos habla de castigar en los hijos los pecados de los padres por varias generaciones, no quiero ni pensar cuántas generaciones deberían sufrir castigo por tener algún parentesco con los malhadados habitantes de Génova 13.
El caso es que estos individuos, tan vapuleados por su falta de espíritu democrático, algo que, pobres, nunca se les enseñó, sienten un profundo escozor interior cuando alguien procesiona la imagen de un coño o dice cagarse en Dios o en la Virgen. Un Dios que, según ellos mismos es todopoderoso, omnisciente y omnipresente, todo lo cual implica: primero, que no necesita que nadie le adore; segundo, que sabe que no necesita que nadie le adore, y que sabe mejor que nosotros los motivos por los que esto se hace de formas tan diversas; y tercero, que está en cualquier individuo, incluso en esos de quienes hablaba antes, cuando tienen sexo, cuando roban, cuando abusan de alguien, cuando agreden u ordenan agredir a alguien; que está incluso, según esa misma creencia, en las secreciones más impuras de sus pecadores cuerpos. Y una Virgen que sólo existe en sus cuentos, no ya porque probablemente no fuera virgen, casi con toda seguridad, sino porque lo que probablemente sí que es real y verdadero en torno a su figura prefieren ignorarlo calificando de “apócrifo” (de dudosa autoría) cada uno de aquellos libros en los que se cuenta: que seguramente fue desposada hacia los trece años con un anciano (ya había tenido hijos y casi seguro estaban creciditos), que no fue quien la embarazó sino, posiblemente, un sacerdote del templo (judío), que había quedado prendado de aquella niña (consultad “Evangelio del Nacimiento de María” y el “Protoevangelio”).
Sin embargo, a estos sensibles católicos no sólo no les ofende sino que incluso les parece natural e inevitable, y a muchos de ellos incluso deseable, que los inmigrantes mueran por docenas o centenares ahogados en el mar, que se explote al débil, o, sencillamente, mofarse de quienes dieron la vida por esa misma democracia que ahora les defiende y protege, pese a esas mismas burlas.
Yo, criado en un entorno católico, demócrata y crítico, no puedo por menos que respetar sus creencias, que hace mucho dejaron de ser las mías, y por eso les brindo estas bellas obras de arte religioso.
La primera, de autoría desconocida, se puede contemplar en la iglesia de San’Etienne, Beauvais (Francia).
Otra, de Benvenuto Cellini, se halla expuesta en El Escorial.
Y la tercera, del mismísimo Miguel Ángel Buonarroti, que creo que anda por los Museos Vaticanos.
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