Nos ha tocado vivir una época impensable hace sólo cuatro o cinco años.
Un tiempo en el que el PSOE corre perdido como pollo sin cabeza, el PP goza de una mayoría absolutista sin tener la mayoría simple parlamentaria, dos partidos, más o menos nuevos, surgidos del descontento social con la dinámica política, acomodan sus respectivos traseros a los escaños de los que ese mismo descontento les ha provisto, e IU trata de sobrevivir como hierba baja entre la maleza y bajo la sombra que le hace Podemos.
La situación estaba bastante clara hasta hace unos días: o el PSOE se abstenía para que se pudiera formar un gobierno, o se celebraban unas terceras elecciones en las que las encuestas daban una mayoría absoluta al PP, o casi. Tras más de trescientos días ejerciendo en funciones, periodo durante el cual Mariano y sus secuaces han toreado más que nunca las leyes y los procedimientos parlamentarios, el PSOE tenía una salida más que digna, de partido con responsabilidad de estado, haciendo que de su comité federal salieran once elegidos para la gloria, once voluntarios que por el bien de la gobernabilidad se aguantarían las ganas de desalojar a Rajoy de la Moncloa y se abstendrían. Podrían haberse presentado la situación de una manera incluso más épica si cabe, quizá, echando a suertes quiénes se abstendrían. Y los votantes del PSOE habrían elevado a la categoría de estadista a Pedro Sánchez, poniéndole al nivel de Adolfo Suárez o del Felipe González de la transición y la pana.
Sin embargo Susana “Bruto” Díaz temía justo eso: que la posición de Sánchez se fortaleciera; quizás su reciente maternidad le hizo sentir que se le agotaba el tiempo, que era ahora o nunca cuando debía asaltar la Secretaría General del PSOE nacional, o quizá lo hizo por un movimiento de estrategia interna que se me escapa. La cuestión es que ella invirtió la situación, obligando a que todos los diputados del partido se abstuvieran, y convirtiendo en rebeldes a quienes sí que se sienten comprometidos con la posición del PSOE durante las dos últimas campañas electorales.
La dimisión de Pedro Sánchez, tan valiente y dura como estratégica, deja todavía más en evidencia la traición a la militancia perpetrada por la gestora que controla ahora al partido, y dibuja un halo de leyenda en torno a la figura del exsecretario general; su escaño vacío muestra la estoicidad de quien se aferra a sus ideas y convicciones, al tiempo que la fidelidad del combatiente a la disciplina del ejército que ha liderado, durante unos dos años en el caso de Sánchez, exigiendo esa misma disciplina a sus subordinados. Quienes van a tener que lidiar con lo mezquino de su posición y de sus acciones son la sibilina Susana Díaz y los que no dudaron ni un minuto en apoyar su rastrero asalto a Ferraz.
El problema es que todo esto deja a un PSOE dividido de un tajo de pies a cabeza, en una amplia grieta que alcanza a las bases, las cuales dudan entre la solvencia que tenía el partido para afrontar unas terceras elecciones, dejando a un PP con, o rozando la mayoría absoluta, o bien un apoyo al partido que tan mal ha tratado a la ciudadanía en las dos últimas legislaturas.
Hasta ahora la perspectiva de unas nuevas elecciones en las que la izquierda se movilizase en masa daba una cierta esperanza incierta de formar una mayoría alternativa, e incluso de debilitar la amplia mayoría con que cuenta el PP en el Senado. No obstante, las acciones de la gestora y de su promotora andaluza han debilitado hasta tal punto al PSOE que será incapaz de oponerse a algunas decisiones importantes del nuevo gobierno, como la inmediata aprobación de los presupuestos, bajo la amenaza de una nueva convocatoria electoral con un partido decapitado, en bragas, y con el resto de partidos de izquierdas divididos también entre la ardorosa combatividad de Pablo Iglesias y su nuevo acólito, Alberto Garzón, y la tacticista templanza de Íñigo Errejón, frente a la monolítica formación conservadora.
Como otros líderes antes que él, Pedro Sánchez no retrocede ahora para rendirse y perderse en el olvido, sino para recorrer pueblos y aldeas reclutando sangre nueva con la que afrontar la lucha por el liderazgo del partido y, finalmente, volver a intentar el asalto a la Moncloa.
¿No os parece estar viviendo dentro de un libro de Historia?
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