Todas sabemos que feminismo (con sus diferentes corrientes e incluso estrategias) solo hay uno. Y como principio el feminismo lucha incansablemente para buscar la igualdad real entre hombres y mujeres, el respeto a nuestras inquietudes y decisiones y la no utilización del cuerpo femenino para el disfrute, el abuso, la explotación o la denigración por parte de los hombres. Hasta ahí estamos de acuerdo, al menos todas las que de verdad entendemos que esta es nuestra lucha y si la tenemos que llevar a cabo es porque nada de lo expuesto anteriormente se cumple.
Sin embargo, todos los días nos encontramos con mujeres que tiran por tierra con sus palabras y sus gestos, con sus actuaciones o decisiones personales, los pilares del feminismo más básico. Mujeres que presumen de ser las más bonitas como si la belleza personal les otorgase algún don especial o las permitiera no ser explotadas, cuando realmente es todo lo contrario. También nos topamos con las defensoras a ultranza de los valores patriarcales más arraigados, la maternidad entendida como objetivo personal, la sumisión o la pertenencia. Es triste que llegados a este punto de la historia, mujeres con niveles culturales más que aceptables no sean capaces de ver que la línea que ellas trazan para separarse de feminismo y la línea del machismo es la misma.
El feminismo liberal, ese que está representado por algunas políticas, empresarias o juezas, tiene su base en la clase social. Una clase social que las empuja a defender, convencidas hasta los tuétanos, que el feminismo es malo porque, según sus propias palabras, supone un enfrentamiento entre hombres y mujeres. Y lo es, no lo voy a negar. El feminismo es una lucha entre las mujeres y todos aquellos hombres que no desean, que no les apetece, cambiar su mundo y su forma de vida. Así de simple. Pero ese concepto de enfrentamiento es distinto en ellas. Nosotras no estamos en contra de los hombres por sistema. Estamos en contra de una sociedad que nos aísla, que nos empequeñece, que nos utiliza o que nos compra. Ellas sin embargo entienden que nosotras somos feministas porque no somos hombres y nos gustaría. Nada más lejos de la realidad. Que queramos caminar de la mano de los hombres, con el mismo paso, llegando iguales a nuestro destino, no es sinónimo de querer ocupar su espacio. Nuestro objetivo es compartir no sustituir a nadie.
Para estas mujeres, la pertenencia a una clase social es más importante que ser mujeres. Y sus hombres, los que comparten esos espacios de clase con ellas, aprovechan la circunstancia de sus intereses económicos, políticos y sociales, para utilizarlas como escudo frente al resto de mujeres. Autoproclamadas feministas liberales muestran una imagen de mujeres liberadas y dueñas de su destino, cuando en realidad son un arma en manos de los hombres de su mundo.
Por ejemplo ¿cuántas mujeres han sido ayudadas por el ascenso empresarial de Ana Patricia Botín?¿Qué ha hecho ella para que el resto de mujeres alcancen las cotas de poder para las que están capacitadas? Nada. La dueña y señora del Banco de Santander mira por y para ella, como hace cualquier empresario masculino. Porque para ella, su clase, su nivel económico y su pertenencia a un grupo de poder es más importante que ser una mujer.
Inés Arrimadas no siente que sea la misma clase de mujer que el grueso de ucranianas a las que su partido utiliza como seres gestantes. Para ella, no pertenecen a la misma especie ni sus defensas políticas van encaminadas a mejorar sus vidas. A ella le mueve otro altruismo mucho más “contable”. Ese que se mide en miles de euros en clínicas privadas que se dedican a la trata de bebés como si fueran bienes de consumo. Defiende como derecho, el deseo de unas personas que por imposibilidades varias no pueden tener hijos biológicos (hasta el simple hecho de no querer pasar por un embarazo), en contraposición de los derechos de las miles de mujeres vulnerables que aceptan ser incubadoras humanas para otros, porque su posición social no les ofrece muchas más alternativas.
Isabel Díaz Ayuso, conocida antiabortista, proclama que el no nacido sea miembro de una familia desde su concepción para incrementar el número de miembros de las familias numerosas y que así, perciban más ayudas económicas. Hoy la legislación considera familia numerosa a la pareja con tres hijos. Si permitimos que sus exabruptos mentales se lleven a la práctica, podríamos inscribir hijos en nuestros libros de familia desde que echamos un polvo o desde que el predictor sale rosa. Pero ese no es su objetivo principal. El suyo tiene los ojos puestos en ese grupo social que hace de la “familia nuclear y tradicional” una seña de identidad y que comulgan con las ideas de esa secta religiosa cuyo nombre empieza por O y termina por pus. ¿Quién forma parte de la secta? Militares, políticos, empresarios y personas de un alto nivel económico y social. Nada de seres humanos normales, familias momarentales, lesbianas, etc. Para ella, esas personas no forman parte de su clase y no las va a defender nunca.
Cayetana Álvarez de Toledo, en el debate a seis de RTVE defendió ante el estupor de parte de sus compañeros, que el silencio podía entenderse como un si en las relaciones sexuales. No solo las representantes de UP o del PSOE se escandalizaron, sino que Gabriel Rufián y Aitor Esteban se sintieron horrorizados por sus palabras. Todas hemos leído sentencias exculpatorias o condenas rebajadas en casos de violación o abusos porque los jueces no consideran que la expresión de rechazo expreso de la víctima haya sido suficiente. Una mujer borracha, drogada o simplemente muerta de miedo, puede no ofrecer resistencia. Pero ella, desde la altura de su marquesado, admite que un silencio es un sí. Porque para ella, las violadas, abusadas y maltratadas, son otras, no son como ella, los hombres de su clase no hacen esas cosas (mal pensado desde luego, la violación no tiene clase social). Para ella es más fácil defender la posición masculina de apetencia sexual con obligación de satisfacción, porque para eso son hombres y pueden hacerlo. Para esta mujer, decir sí expresamente, no tiene mucho valor. Quedarse calladita también es aceptar.
Los hombres de su clase, de su partido, de su nivel económico, dan saltos de alegría con mujeres así. Ellas no lo saben o no lo quieren saber que es más cómodo, pero están literalmente siendo utilizadas para ser el escaparate de su clase. Para ser el primer bastión de la guerra contra las feministas e intentar así, romper la hegemonía de un movimiento social que cada vez tiene más poder y más presencia institucional. Son esas bellas porcelanas que todos tenemos en casa, que si se rompen tampoco pasa nada porque solo son objetos de decoración. Sus dueños, las utilizan para quedar bien en las fotos de campaña, para que salgan a la palestra a defender los valores más casposos de familia, tradición y estabilidad. Ellos mientras, organizan la sociedad para que nada cambie, porque sus mujeres son lo que ellos quieren y les conviene. Que se partan la cara en televisión para defender el machismo solo les permite mantenerse en su posición de poder, mientras ellas les bailan el agua y les hacen más machos todavía. Para eso está la mujer, para embellecer la mierda y que no se vea tan sucia. Su aspecto cuidadosamente tratado, sirve como biombo de separación hacia las feministas que según ellas, no nos lavamos a diario, vestimos andrajos y hemos olvidado que donde esté un buen físico quien se va a acordar de lo válido que es un cerebro.
Las feministas tenemos un principio básico. La sororidad. Defendernos entre nosotras como gato panza arriba contra los que quieren destruir un modo de concebir la sociedad igualitaria. Luchar por las demás incluso sin conocer de primera mano la causa de su explotación. No todas las feministas hemos sido violadas, maltratadas o prostituidas. No llevar velo no significa que no queramos que las que se ven obligadas a llevarlo, puedan liberarse de él. Las que tenemos parejas sanas, con hombres que luchan a nuestro lado, también lo hacemos por las que tienen parejas tóxicas que las anulan. Es un ejemplo de solidaridad femenina, de hermanamiento. Pero el feminismo liberal no entiende que se luche por alguien con una situación diferente a la tuya, peor que la tuya. Son las defensoras de la posición, de su clase social, la primera imagen de una sociedad que las utiliza, las explota sin golpes, las humilla aprovechando la sumisión implícita de su propio estatus.
Una porcelana es algo frágil, que se quiebra fácilmente pero algo a lo que salvo casos muy concretos no le damos valor porque es reemplazable. Ellas prefieren el papel decorativo en vez del reivindicativo. Es poco glamuroso salir a una manifestación y gritar a los cuatro vientos que te están robando los derechos. No queda bien que alguien de tu entorno pueda pensar que piensas. Es mejor ser esa porcelana, bonita, limpia y decorativa que se pone en primera línea para que le partan la cara, porque cuando lleguen a casa, sus dueños les dirán que lo han hecho muy bien, mientras les besan la frente y les hacen el amor en su gran cama aunque a ellas no les apetezca, pero que lo aceptan como un deber más de ser una perfecta porcelana de ese clan exclusivo y opresor que son los poderosos.
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