Dice el refrán que el cojo le echa siempre la culpa al empedrado. Así es. Más de uno se hará cruces, como dice también nuestro catálogo de dichos populares, tras las informaciones que están apareciendo sobre el monarca emérito. Más de uno se rasgará las vestiduras y otros, los de siempre, los monárquicos impertérritos, argumentarán todo tipo de justificaciones, porque en este país, como en cualquier otro, siempre están los hooligans, esa suerte de individuos sin espíritu crítico que defiende a ultranza, no sus ideas, sino una serie de principios mecánicamente adquiridos. Eso es la irracionalidad del tradicionalismo: lo rancio.
Sin embargo, a una buena parte de la población, todos estos datos, informaciones o evidencias de que la corrupción era una práctica habitual en la Zarzuela, y allende sus enladrilladas tapias, no son sino la confirmación de un hecho más que supuesto, constatado en la convicción, por datos tan clamorosos como la inmensa fortuna acumulada en los 40 años de reinado del borbón.
Pero, como comentaba al principio de este artículo, en esta historia no existe sólo un culpable. Es obvio que un servidor del pueblo como debiera presuponerse al que ostenta la corona, debe ser ejemplo de pulcritud en todos sus actos. Y lejos de ello, permitíase dar consejos de honradez en gran parte de sus discursos. Pero, no es menos obvio que la población que permitió en su día la reinstauración de la monarquía, aportó su grano de arena, conocedores como eran de la sombría historia de los borbones en este país.
Y aún más, después de ello, las sucesivas generaciones de políticos de medio pelo y de ciudadanos descerebrados, manipulados e idiotizados, han continuado sosteniendo una institución que, ya se ha visto, está podrida y ha pasado por las salas de los tribunales de justicia, donde se les ha tratado con exquisita benevolencia, dejando claramente de manifiesto esa igualdad ante la ley de que nos asiste a todos los españoles, y que tanto proclaman en sus discursos por lo ancho y largo de nuestra maltrecha patria, esa de la que se llenan la boca, y a la que expolian sin ningún miramiento.
Que seamos robados por nuestra monarquía, no sólo la culpa es de nuestros reyezuelos corruptos, sino de todos los que lo consentimos. Porque el consentimiento nos convierte en cómplices.
Si salimos a la calle para protestar y reivindicar otras cuestiones, ¿por qué nos quedamos en casa ante tamaña desfachatez? Cada vez se hace más necesaria la necesidad de dejar atrás este concepto medieval de Estado.
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