Víctima de sus encantos durante mi más turbadora adolescencia, me convertí en fan de Julia Otero hasta los noventa, y en seguidor por temporadas de ahí en adelante. El otro día, en una de las secciones del programa, el Gabinete, tres tertulianos debatían acerca de la no dimisión del presidente de Murcia. El caso es que mis reflexiones sobre el tema me hicieron recordar una vivencia personal.
Allá por el año noventa, con mi flamante título de administrativo especialista en informática de gestión, que me capacitaba para ejercer de programador, e incluso de analista-programador a un nivel bastante básico, entré a trabajar en una de las empresas con mejor predicamento de mi ciudad. Ser un pionero es lo que tiene, que lo puedes hacer rematadamente mal y aun así hacer creer a la gente que no se puede hacer mejor. Y no lo digo por mí, sino por la empresa, cuyo equipo de programación dejaba bastante que desear, y más aún el equipo comercial, y no digamos la atención post-venta, como pude comprobar más tarde.
Para empezar, teniendo ya un título profesional se me debería haber contratado como tal, pero el empresario, un sinvergüenza de tomo y lomo que falleció, Dios sabrá qué hacer con él, hace ya unos cuantos años, aprovechó una doble circunstancia: por una parte era mi primer empleo tras mi formación, y por otra, me disputaba el puesto a cara de perro con un compañero de estudios; peor fue lo suyo, ya que el empresario se adelantó dos días al cumpleaños de mi amigo, que aún no tenía 21 años, lo que permitió a aquel, gracias a la legislación laboral vigente entonces, hacerle un modelo de contrato de aprendizaje, lo que implicaba cobrar un tercio de lo que habría debido pagarle sólo dos días después. Yo ignoraba las condiciones de contratación de mi compañero, por lo que el jeta me convenció para que aceptara cobrar la mitad de lo que figurase en mi nómina. Y eso, insisto, cuando los programadores, y más los que teníamos buenas referencias, éramos un bien muy escaso.
Por razones que me harían alargarme innecesariamente, acabado mi primer contrato de tres meses estuve varios meses sin trabajar, y volví a hablar con el empresario para trabajar sin contrato, de prueba, pagándome lo que considerase conveniente (como ya dije, era una empresa muy prestigiosa entonces). De modo que él aceptó que fuese a media jornada, haciendo casi gratis el mismo trabajo que antes.
Bien, el caso es que durante una jornada como otra cualquiera, me hallaba haciendo diversas operaciones en un ordenador de la empresa (aunque si no me falla la memoria, en realidad el ordenador era de un cliente, que lo tenía en reparación, pero la empresa lo usaba como suyo – otra de las sinvergonzonerías del empresario) que tenía un disco duro y una unidad de disquete de 3 ½” (tres pulgadas y media), y yo estaba trabajando con dos disquetes del mismo color, que se diferenciaban por la etiqueta. Aquellos disquetes tenían una pequeña pestaña deslizante que servía para protegerlos de una sobreescritura accidental o malintencionada. Uno de los que tenía era mi propio disquete, en el cual traía y llevaba los códigos fuente sobre los que estaba trabajando, y otros ficheros auxiliares. El otro era un disquete-llave que servía para acceder a cualquiera de los programas de una aplicación integrada, esto es, un conjunto de programas que intercambian datos entre ellos, como más tarde harían paquetes ofimáticos como el famoso Office de Microsoft y otros. En concreto, el empresario había adquirido tres de los programas que componían aquella aplicación, cada uno de los cuales ocupaba un disquete, además del disquete-llave: si no recuerdo mal, gestión de proveedores y gestión de almacén. Como ya he dicho, el ordenador sólo tenía una disquetera, y yo tenía que trabajar con dos disquetes, por lo que tenía que alternarlos, sacando e introduciendo cada uno de ellos sucesivamente.
En un momento dado, no recuerdo exactamente por qué, tuve la necesidad de formatear mi disquete de trabajo, el que era de mi propiedad; con esa operación, obligatoria por aquel entonces sobre todo disquete virgen, éste quedaba totalmente vacío de información (aunque ya sabemos que hay métodos para recuperarla). Durante mi trabajo estaba absolutamente concentrado en lo que estaba haciendo, no teniendo ningún estímulo externo que me distrajera de él, pero justo en el momento en que escribí el comando para formatear mi disquete y apenas hube pulsado Intro para ejecutar dicho comando, me di cuenta de que había cometido un error fatídico: había omitido el cambio de disquete, y el que estaba en la disquetera era el disquete-llave que permitía usar todos los programas de aquella aplicación comercial; dicho disquete tenía que estar siempre desprotegido, esto es, la pestaña de protección que he citado antes debía estar cerrada para permitir escribir datos en él, que era el método que la aplicación usaba para evitar que se utilizasen copias ilegales. Como informático sabía perfectamente cómo funciona el comando “format”: una vez había efectuado la primera escritura en el disquete, los datos que hubiera previamente, aun no habiendo sido sobreescritos aún, quedaban absolutamente irrecuperables con los programas convencionales (había que recurrir a programas muy avanzados para el estándar del momento, y ni siquiera mis más potentes herramientas informáticas eran capaces de hacerlo). Aun así, aborté el formateo extrayendo el disquete a medio formatear. En medio de mi concentración, había bastado un instante de lapsus mental para que se desatara un desastre; aunque relativamente pequeño, dadas mis funciones en aquel trabajo.
Naturalmente, me exprimí los sesos tratando de hallar una solución. Cuando llegué a la conclusión de que aquel desastre no tenía remedio me dispuse a asumir las consecuencias, pero, a modo de último cartucho, antes decidí consultar con otro antiguo compañero de estudios que también trabajaba allí, y que era todavía mejor programador que yo. Mi compañero me confirmó lo que yo ya sospechaba: que no había forma de recuperar el formato original del disquete-llave, de modo que bajé al despacho del empresario para explicarle lo ocurrido y negociar cómo compensarle.
Inicialmente se mostró muy comprensivo, pero en aquel momento, como ya dije, yo estaba sin contrato, y el empresario, tras hacerme trabajar algunos días más y muy duramente durante la larga e intensa última tarde, terminó echándome. Según me dijo el empresario, el disquete-llave costaba 50.000 ptas. (300’51 €), pero la empresa que vendía aquellos programas le había hecho volver a comprar otra vez dos de los tres que él ya tenía, cada uno de los cuales, recordemos, venía en un disquete distinto y tenía un coste similar. Habría apostado a que esa innecesaria compra de dos de los programas era mentira, pero fuese verdad o no, mi cagada era la misma, no tenía contrato, y no había motivo para que me quedara en una empresa que ya había empezado a odiar (al empresario, cosa extraña en mí, le había empezado a odiar visceralmente nada más conocerle, pero esa es otra historia).
Bien, leyendo los comentarios en Twitter mientras escuchaba “Julia en la Onda” vi que alguien mencionaba la obligación moral, o mejor, ética, de dimitir cuando uno se revela un gestor desastroso, una idea con la que coincido plenamente. Reflexionando sobre mi propia experiencia, he llegado a la conclusión de que mi ética personal me llevó a aceptar las consecuencias de mi error, primero, por honestidad, y segundo porque había sido eso, un error, un acto involuntario o, en todo caso, llevado a cabo sin mala fe (aunque apostaría a que el empresario lo dudaba, puesto que con lo mal que me había tratado desde el principio su mala conciencia probablemente le hizo pensar que era una especie de venganza).
Yendo más allá de las acciones propias de una persona corrupta, cuando quien comete un error grave es un cargo político el primer impulso es seguramente tratar de ocultarlo y, si esto es imposible, echar la culpa a otro. Por su parte, los superiores que han de vigilar la acción y gestión de sus subordinados, tienden a mostrarse comprensivos con los errores de éstos en tanto en cuanto ellos mismos puedan sacar algún beneficio de dichos errores. Especialmente cuando quien comete el error ha sido elegido a dedo por su inmediato superior, por diversas circunstancias ajenas todas ellas al más estricto sentido ético, dicho superior se siente empujado o tentado a protegerle, ya sea para obtener ese citado beneficio o bien por una equiparación a sí mismo, en nombre de una mal entendida solidaridad, ya que ese mismo cargo superior habrá sido colocado en el puesto a su vez a dedo, y sin que en esa elección haya estado presente el menor sentido ético en ningún momento, y por tanto debería en consecuencia dimitir si él mismo fallase en su propia gestión.
Así, se cubren unos a otros sabiendo que todos tienen el sillón lleno de mierda, por lo que en el fondo se alegran de que el hedor de los otros ayude a disimular el propio. Para acabar con la corrupción no es suficiente perseguirla con la ley en la mano: hay que generar un cambio de mentalidad para que se terminen los bandos y las trincheras, y cada cual lleve a cabo aquellas gestiones que se le encomienden pensando en hacerlo lo mejor posible, no para su propia gloria, sino en bien de todos los demás. Mientras eso no ocurra los votantes, millones de ciegos selectivos víctimas de la misma infección, la “aneticosis”, la falta de ética, la cual normalmente no puede observarse sino en pequeñas acciones cotidianas que pasan desapercibidas entre la multitud de otras tantas que contaminan nuestras sociedades, incluidas esas protestantes nórdicas y anglosajonas a las que tanto admiramos, seguirán dando su apoyo al corrupto de su propia trinchera, con lo que éste no sentirá la menor necesidad de cambiar. Y así ad aeternum.
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