Cuando en el año 1953, Luis García Berlanga, Miguel Mihura y Juan Antonio Bardem, se reunieron para escribir el guión de “Bienvenido Mr. Marshall” estoy completamente segura que no pensaron siquiera una vez que su película sería una de las más grandes de nuestro cine y ni mucho menos que tantos años más tarde, podría seguir siendo un fiel reflejo del comportamiento de muchos de los pueblos, que se extienden a lo largo y ancho de este país. Ellos, como muchos de nosotros, estarían pensando que la evolución básica del ser humano, convertiría a nuestros municipios en lugares donde la modernidad iría pareja al desarrollo. Sin embargo, y por supuesto sin ánimo de desprestigiar, humillar o ignorar muchas de las maravillosas tradiciones que siguen vigentes en nuestro país, si durante los meses estivales hacemos un recorrido por los lugares más pequeños de nuestra geografía, seguimos encontrando a esas fuerzas vivas que continúan siendo el alma mater de la más arcaica y retrógrada función social.
Durante estas vacaciones como cada verano, podemos encontrar distintas y variadas fiestas populares que además de música y bailes hasta el amanecer, acompañan la alegría con la más rancia de las tradiciones. Procesiones custodiadas por agentes de la guardia civil de uniforme, alcaldes y miembros de las corporaciones municipales, ataviados para el evento con sus mejores galas, que hacen los honores de presidir unas fiestas más propias de siglos anteriores que del XXI en el que vivimos.
Festejos taurinos que asustan hasta el más valiente, barbaridades varias con distintos animales, pavos, pollos, etc., que son lanzados desde campanarios, correteados por el campo hasta la extenuación o colgados boca debajo de alguna cuerda para que los mozos del lugar les arranquen la cabeza mientras galopan a caballo.
Nuestra geografía sigue siendo, para muchos de los pobladores de este gran país, una piel de toro. Las corridas de toros, en algunas comunidades autónomas, continúan siendo el mayor espectáculo de las fiestas patronales o en las de verano. Al final son iguales, solo cambia la época del año. ¿Cómo no vamos a ser un país taurino, si una de nuestras queridas infantas, se pone al mundo por montera y desoye la normativa que prohíbe llevar menores a las corridas de toros, por ejemplo, en la Comunidad Balear? ¡Qué sabrán los mallorquines de los gustos de sus hijos mejor que ella! Y si le ponen una multa ya veremos si la paga porque para eso es infanta y a su hija le brindaron un toro. Aclamada por todos, mostró de esta manera su apoyo incondicional a una “tradición” que más que cultura, supone una declaración de que en este país nos enorgullecemos de continuar siendo unos salvajes.
No voy a juzgar el hecho religioso que pueda ser el origen primario de las fiestas patronales de todos los municipios de España. Allá cada cual con sus creencias. Pero sí que esa tradición religiosa puede ser una imposición manifiesta para los miembros de una corporación. Todos hemos leído o escuchado las airadas críticas cuando alcaldes de partidos o agrupaciones menos tradicionales, se escudan en su propia libertad para no acudir a los actos que según la costumbre, deberían encabezar.
Las procesiones, no son más que demostraciones públicas de fervor religioso, que a mi entender, deberían quedar más en el terreno privado que en el público, pero ya que las admitimos como un hecho más de la vida social, al menos se debería tener el respeto suficiente para saber que no se puede obligar a nadie a su asistencia. ¡Pero hay del alcalde o de los concejales que se atrevan a no hacerlo! La crítica de sus vecinos y corporaciones de alrededor alcanzaría límites insospechados. No sería el primero al que le fueran a buscar a casa para que encabece la procesión aunque esto le suponga un conflicto interno con su propia personalidad y forma de vivir.
Pero no acaba aquí la cosa. La procesión tiene una estructura, cargada de simbolismo que no tiene absolutamente nada que ver con el hecho religioso. El sacerdote rodeado de sus monaguillos encabeza el paseo seguido por las fuerzas más vivas que se puedan encontrar. El alcalde y los concejales, las fuerzas del orden, o sea la Guardia Civil de uniforme, tricornio y condecoraciones varias, y después los habitantes del pueblo que usan más la procesión como contacto social que como demostración de su religiosidad. Y si es posible, conducir el recorrido con el himno nacional que da una vistosidad que no veas. ¡Menuda imagen de verdaderos españoles, defensores de la reserva espiritual de occidente estamos hechos! Es decir, una farsa. De ahí, a la limonada en la plaza, pagada por el ayuntamiento, un par de cañas y corriendo a casa que hay que comer o llegamos tarde a los toros.
Durante la fiesta patronal de cualquier pueblo, la vida se detiene. El siglo XXI, se queda paralizado durante los cuatro o cinco días de festejos. Un stand by, donde se da rienda suelta a todo aquello que amparado en la tradición, se pueda llevar a cabo. Para eso nada mejor que tener una alcaldía representada por nuestro querido Partido Popular, que se nutre de esa españolidad rancia y caduca para mantenerse en el poder.
Según el último recuento de las elecciones municipales, el Partido Popular, adalid de la costumbre española, obtuvo la friolera de 6.057.767 votos para conformar ayuntamientos con un total de 22.750 concejales. Esto puede hacernos una idea de la cantidad de pueblos donde gobierna un partido que camina de la mano, no solo de la corrupción, sino de todo aquello que para muchos de nosotros supone una cierta cantidad de vergüenza.
Pueblos donde se mantienen calles con nombres como General Mola, Francisco Franco o Plaza del Generalísimo y que sería impensable cambiarles el nombre. Donde imágenes franquistas se mantienen sin pensar que existe una Ley de Memoria Histórica que permite su retirada inmediata.
España sigue siendo, 63 años más tarde, la misma que describieron nuestros tres cineastas. Sigue teniendo farolillos de colores surcando las plazas y las verbenas. Pero esta España mía o esta España nuestra, como decía Cecilia, durante las fiestas patronales, sigue siendo tan cañí, tan atrasada y tan retrograda como pudo ser el siglo XIX. Parte de las jóvenes generaciones que durante todo el año, estudian en la universidad, se implica en la política o se preocupa de problemas tan devastadores como el paro, la violencia de género o la guerra de Siria, aparcan sus pensamientos para imbuirse del espíritu de las fiestas y se unen a sus mayores para mantener una tradición que no es tal, porque si alguno de ellos rebuscase en los archivos del tiempo, no tendría mucho que retroceder, ya que encontraría el inicio de sus costumbres durante los primeros años de la dictadura.
Bien es verdad, que algunos pueblos y ciudades, recuperan actividades de verdad antiguas y que además le son propias. Que luchan para que su cultura más profunda se mantenga viva y se trasmita de generación en generación para que no se pierda jamás pues forma parte de su propia esencia. Sin embargo, al igual que tenemos pueblos surcados de casas de ladrillo donde antes había piedra, hoy se defiende un estilo de vida que es propio de caciquismo, de incultura y de gestas más propias de salvajes que de seres civilizados.
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