Erase que se era, un pequeño país situado al sur de un extenso continente, con maravillosas playas e interminables horas de sol. Un país donde sus gentes tomaban cerveza en terracitas y los pinchos y la siesta podían ser su seña de identidad.
Este hermoso país, al igual que otros de sus alrededores, estaba dividido en clases sociales. Por un lado estaban los Obreros, que trabajan incansablemente para sacar a sus familias adelante aunque el sueldo no les alcanzase. También podía encontrarse una Clase Media (mucho menos numerosa de lo que sus integrantes pensaban) cuyos ingresos les hacían creer que estaban un poquito más cerca del poder de lo que realmente estaban. Y por último y no por ello menos importante, la clase Privilegiada. Esta clase Privilegiada, heredera directa de los próceres de una patria ganada a base de barrer derechos con miedo y fuego, estaba destinada a gobernar.
Llevaban así incontables años, haciendo de su capa un sayo, cubierto todo por una pátina de falsa democracia que no dejaba de ser un invento para mantenerse en su posición. Manejaban los hilos de la sociedad y daban a sus ciudadanos una de cal y otra de arena para que no pensasen que vivían bajo el yugo del poder.
Dominaban la economía, el gobierno, las influencias y las instituciones. Se traspasaban los puestos de alta responsabilidad sin medir las cualidades o aptitudes personales necesarias para desempeñarlos. Con ser hermano, cuñada, primo o sobrina, se alcanzaban cotas de poder, insospechadas para el resto de ciudadanos. Funcionaban como una empresa de trabajo temporal donde los salarios desorbitados, cobrados siempre que fuese posible del erario público, eran el único objetivo. O también en la empresa privada, pero relacionada de una forma o de otra con el dinero de todos.
Sin embargo, durante un tiempo, un selecto y exquisito grupo de esta clase Privilegiada, no tuvo bastante. Se volvieron avaros, ávidos de dinero y distinción. Querían acumular mucho más de lo que les correspondía del enorme pastel que manejaban. En sus ansias de avaricia, se volvieron irresponsables, descuidados. Ya no preparaban sus chanchullos con precisión, midiendo todos los detalles para no destacar. Arropados por sus congéneres, paulatinamente, así como el que no quiere la cosa, sus estrategias se convirtieron en chapuzas y no hubo más remedio que permitir que las leyes, esas que su clase misma habían promulgado para protegerse de las hordas ciudadanas, que se pasaban el día reclamando derechos, les parasen los pies.
Comenzó así, un sinvivir de juicios, procesos, acusaciones, declaraciones, imputaciones, investigaciones. Jueces que a toda costa querían aplicar la legalidad obviando el apellido del procesado/a. Fiscales que se tomaban la ley al pie de la letra y culpaban al reo de hacer aquello para lo que se le había preparado desde la más tierna infancia.
¿Qué hacer ante esta situación? – se preguntaban sus congéneres – ¿Dejamos que los encarcelen, que los denigren socialmente, poniendo con ellos nuestra posición en entredicho? Sabían que deberían hacerlo si querían seguir presumiendo de demócratas y conservando las riendas del poder. Pero era mucho lo que se jugaban. Hermanas, cuñados, ministros, banqueros, presidentes de CCAA y un sinfín de personalidades que llenaban las portadas de los medios, para el escarnio de la clase Privilegiada. Y tomaron una decisión. Se avergonzaban de ellos, los habían llevado a una situación ignominiosa, pero no podían dejarlos en la estacada. Eran de los suyos. La familia es la familia y la sangre tira mucho. Ya tendrían tiempo de dar unos tirones de orejas en la intimidad del hogar. Pero públicamente había que salvar los papeles y evitar más escarnio del necesario.
Y desplegaron todas las armas que tenían a su alcance. Movieron todos los hilos de la gran telaraña de poder que por culpa de esos insensatos, era cada vez más delgada y frágil. Se conminó a fiscales a actuar como abogados defensores, se cambiaron de puesto a los que no se dejaban dominar. Se inhabilitaron jueces en farsas judiciales. Presionaron a la magistratura y la fiscalia hasta hacerlos doblegarse. Pero el fin justificaba los medios. No podían permitir que el gran cuñado pasara una temporada a la sombra, si no era bajo una sombrilla en el Caribe. La hermanísima, por muy avejentada que se mostrase en los medios, seguía siendo una mujer con necesidades especiales. No podía vivir aquí. La sacarían del país y llevaría su vida regalada aunque la bufanda tuviera que ser más gruesa por el frío del país elegido.
Un exministro no podía dormir en Soto del Real aunque compartiera celda con el expresidente de una entidad bancaria rescatada. ¡Qué son unas tarjetas más o menos! Ninguno de ellos podía ir a la cárcel. Quizá se escogiera a una cabeza de turco para acallar a la ciudadanía y alguno de ellos, los menos destacados, pasaran una temporadita comiendo de Instituciones Penitenciarias. Tampoco era tan raro, llevaban toda una vida alimentándose de dinero público.
La justicia se convirtió en un circo de tres pistas. Los malabares judiciales se hicieron los amos del espectáculo. Al final, el propósito llegó a su fin. Nadie o al menos no los escogidos, iría a prisión. Siempre había una alternativa. Algo con lo que acallar a los perros de presa que se desgañitaban pidiendo justicia. Si se tenía que llegar al límite del cese de un fiscal general se llegaba. Era todo por el bien de esa clase privilegiada que no tenía que vivir más indignidad de la necesaria.
La ciudadanía, estupefacta, asistía impávida a tamaños descalabros. Los gobernantes, en complicidad con los que los envidiaban y deseaban sus puestos y su posición, camuflaban sus discursos para evitar tocar ciertos temas molestos. El pueblo, impactado, se encontraba entre la espada y la pared. ¿Provocaba una revolución para acabar con tamaño sinsentido? ¿Se rebelaban poniendo incluso su propia posición en peligro? Alguno de ellos, lo hicieron. Se agruparon en partidos para enfrentarse a los privilegiados desde su misma posición. Los movimientos sociales de izquierda reclamaban a sus iguales, que se sumaran a la lucha. Y consiguieron adeptos. Se organizaron para exigir decencia, justicia y libertad. Otros, iniciaron una revuelta por libre. Expresándose por otros medios, hacían patente su resistencia a ser tratados como idiotas. Canciones de protesta, escritos en las RRSS, chistes subidos de tono.
Esto se iba de madre. Los Privilegiados no podían permitir que los ciudadanos les pusieran un pulso. Había que acallar las voces discordantes. ¿Qué hacemos? – se preguntaban. Y alguno con un dedo de frente, se le ocurrió la brillante idea de hacer una revisión de una institución caduca y vergonzante, que llevaba años en los sótanos del olvido. “Pues imponemos una Inquisición 2.0 y todo arreglado”- exclamó el lumbrera. Cierto era que no se podía dictar autos de fe, ni sacar confesiones estirando cuerpos en un potro de tortura. Ya no podían hacer hogueras públicas para escarmiento de todos. Ahora, en el siglo que nos toca, tenían que hacer una justicia más sutil. Reconvirtieron la judicatura adaptándola a su medida y toda expresión de libertad fue acallada por una decisión judicial. Raperos, tuiteros y titiriteros pasaron por las salas de los juzgados, saliendo de ellas con penas de prisión, inhabilitaciones, acusaciones y desgaste social. Ahora se imponía el miedo. Miedo a que un chiste te costase un puesto legítimamente conseguido. Que una canción resultase una ofensa a cierto personaje y si querías volver a cantar sería a través de los barrotes de una prisión.
No lograron acallar la rebelión del todo, pero sí crearon un caldo de cultivo para que los demás pensaran dos veces lo que iban a decir o escribir. Los representantes de las clases bajas se desgañitaban en las tribunas del Congreso reclamando justicia, pero los Privilegiados habían ido metiendo en su saco a otros partidos con menos privilegiados o con privilegios más pequeños y entre todos, los contenían. No hay mejor aliado que aquel que espera estar un día heredando tu posición.
Y así fueron pasando los días, los meses y los años. Cada Privilegiado sabía que si se desmandaba un poco, siempre, aunque a regañadientes, habría un ministro, un juez o un fiscal que le sacaría las castañas del fuego para que no tuviera que abandonar la clase a la que pertenecía.
Un sms de apoyo o un “a ese señor yo no lo conozco” sería las imágenes públicas que se podrían mostrar. Pero al final, cada noche, tanto imputados como sus liberadores, se arroparían con el edredón del poder y su cama estaría igual de calentita.
Así era el país de nuestro cuento. Quizá, el siguiente capítulo de esta historia, se escriba pasado un tiempo y el narrador pueda ponerle un final distinto. Pero a día de hoy, la narración tiene este tono. Vergüenza y tristeza de una sociedad que permite que su destino esté en manos de esta clase Privilegiada, que desde su torre de marfil nos mira pensando: pobres ilusos y todavía creerán que pueden luchar con las armas de la democracia. ¡Si la hemos inventado nosotros y la hemos hecho a nuestra medida! Llevamos incontables años haciendo lo que mejor nos conviene y no van a venir ahora a enseñarnos nada.
Pero los lectores de este cuento no se deberían conformar. La llama de la rebeldía, del inconformismo, por fuerza tiene que haber prendido en ellos. Saben que va a ser duro. Pero no por ello han de desistir. Asumirán que habrá bajas entre sus filas y daños colaterales. Aun así, no deben resistir la tentación de cambiar su futuro. La historia sigue abierta. Llegará el día en el que habrá que poner el broche a esta historia. En sus manos está su futuro. Ojalá tomen la decisión correcta y sean ellos los que elijan el final.
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