Afganistán. Terroristas, talibanes y cabreros

20060609_Afganistan_2TACP_GAhora que ya todo el primer mundo tenemos claro que el enemigo de la humanidad y por ende del espacio infinito es Afganistán y su ominoso gobierno teocrático, vamos a decir un par de cositas sobre aquellas gentes. Para nosotros, Afganistán; los afganos y sus talibanes son la representación de lo que sería un mundo anclado en lo peor del medievo; sumido en lo más inmundo de la religión. Gentes que desprecian al extranjero, que lo odian y que siempre que pueden, lo matan.

Pero ¿por qué? si hay una razón para semejante cerrojazo mental ¿cuál puede ser? Esa es la parte que debemos preguntarnos, es la pregunta de las preguntas.
¿Por qué todo ese odio, tanto dolor? No es una pegunta fácil de responder, pues históricamente el pueblo afgano se ha conducido mediante un código de conducta que ofrece contrastes, por un lado, establece el deber de vengar el honor; pero también obliga a ofrecer hospitalidad. Código con la categoría y la fuerza legislativa suficiente como para que absolutamente todas las etnias afganas lo observen.

Bien, hablemos de Afganistán y su historia más contemporánea aunque solo sea para entender, que no justificar, algunas cositas.

Corría el siglo XIX cuando dos potencias inmensas se disputaban la hegemonía comercial en la zona. Ya sabemos que cuando dos grandes potencias hablan de hegemonía comercial, lo que realmente estamos analizando es el ansia homicida de las grandes naciones que aplastan cualquier país o gobierno contrario a las ambiciones económicas de su entramado de empresas. Así, aquellos agrestes afganos se encontraron con el imperio ruso de los zares empeñado en hacer suyas aquellas tierras, camino obligado entre la profunda Eurasia y el océano Índico. Afganistán estratégicamente hablando, era y es el nudo gordiano que comunica Asia y Europa; oriente y occidente, el océano y el núcleo profundo continental.

Por aquel entonces y hoy en día, dominar la ruta afgana se traduce en controlar el flujo comercial de dos monstruos que asustan y mucho a Rusia y Estados Unidos: China e India. Así pues que los Rusos decidieron hacer suyo aquel terruño pelado y áspero y se dedicaron a bombardear y matar tantos afganos como pudieron. Por otro lado, la otra superpotencia comercial del momento; Gran Bretaña, había decidido que no, que eso no podía acontecer. Sabían que si los rusos tomaban aquel acceso directo a la India, su control colonial en la zona era ceniza. Así pues, Rusia y el Reino Unido entraron en una guerra en la que la cosa funionaba así.

Los rusos mataban afganos amigos de los ingleses y estos últimos hacían lo propio con los afganos más inclinados a los zares. La cuestión es que en aquella tierra, cuando una gran potencia ha tenido un problema de colaboración, lo ha arreglado de la única manera que parece ser comprensible para ellos; matando afganos.

Y en tal tesitura, los simpáticos lugareños han hecho lo único que les han permitido hacer, matar extranjeros antes de que los extranjeros se llevan por delante a sus hijos, padres, madres, casas, cabras, etc…

Y es que, gracias a las constantes agresiones externas, lo que ha germinado en el sentir afgano es un potente vínculo de defensa, una desconfianza hacia el foráneo y un anhelo de aislamiento muy, muy vivo. Sentimiento de unidad que se activa siempre en respuesta a los ataques externos, nunca como iniciativa de agresión No son los afganos los que envían rusos a matarlos en sus casas, tampoco son los afganos los que envían británicos, españoles, franceses, yankies, alemanes, etc; a matar afganos en Afganistán.

Tanta «bondad internacional» no ha logrado doblegar ese sentimiento de unión entre los más de medio centenar de clanes pastunes que se enfrentan a un ataque tras otro y que terminan dando sopas con hondas a los monstruos militares que intentan aplastar su voluntad. Alguna razón debe tener un ejército de cabreros cuando se revuelve hasta poner en fuga a los todopoderosos ejércitos del mundo una vez tras otra.

Mucho miedo y mucha sangre han debido ver derramada cuando saben que solo queda la respuesta o la muerte. Le costó a los afganos olvidar el choque entre Rusia y Reino Unido, el siglo XIX se fue y aquellos pastores de cabras encontraron un cierto acomodo en sus montañas, un espacio de paz que duró a penas sesenta años. El mundo había cambiado mucho, la guerra total había asolado Europa y gran parte del mundo.

La locura frentista tomaba los gobiernos y parecía que la humanidad había entrado en una espiral sangrienta en la que el fin de una guerra provocaba buscar pelea donde y como fuese. El ser humano, las grandes potencias borrachas de fuerza solo buscaban el modo de hacer alarde de su capacidad de matar.

Y allí estaba nuestro pequeño amigo afgano, en sus montañas, con sus cabras, ignorante de que el Kremlin había ordenado la invasión de sus tierras porque se habían dado cuenta de que aunque el mundo había cambiado, la posición de Afganistán seguía siendo y ahora más que nunca, vital y estratégica.

Rusia quería aquel territorio y Estados Unidos decidió que eso no podía ocurrir. La historia se repitió de nuevo. Los rusos mataban afganos amigos del perro capitalista yanky y los norteamericanos mataban afganos conniventes con los malditos rojos comunistas. Como siempre, la sangre que corría era la afgana, las armas; extranjeras.

Y para colmo de males, agazapados, se auto invitaron a la fiesta los amables vecinos, como China, India, Irán o Pakistán que tenían la sana intención de dar buenos mordiscos a los territorios afganos. Ya tenemos a medio planeta matando, de nuevo, pastores de cabras; ya tenemos pues a los simpáticos lugareños unidos y repartiendo muerte a diestro y siniestro. Aparecieron los monstruos por gracia de las potencias invasoras.

Los rusos financiaban y equipaban a una tribu de bandidos y asesinos; los norteamericanos hacían lo propio con otros iguales o peores. Grupos que de repente se vieron apoyados por el argumento delas modernas armas occidentales y que se dedicaron a mostrar su fuerza contra su propio pueblo, contra la población civil afgana. Lo que faltaba, lo pastores de cabras ya no tenían que luchar contra invasores extranjeros, ahora también contra los traidores compatriotas que se dejaban seducir por aquellos.

De nuevo, los afganos dieron la del pulpo a unos y a otros. Los rusos se tuvieron que ir por patas, humillados; los yankies ya escaparon meses antes incapaces de comprender lo que movía a aquellos cabreros a defenderse de aquel modo. Se ve que en el entrenamiento SEAL de los Marines no les enseñan a enfurecerse viendo sangrar a sus hijos. Se fueron vencidos los invasores, pero a su espalda quedó la semilla de la muerte, el legado salvaje de una agresión salvaje e injusta.

Rusos y norteamericanos dejaron atrás a un grupo de fundamentalistas, locos homicidas, armados y preparados para matar. Sembraron un cáncer que pronto entraría en metástasis y que terminaría por poner al resto del mundo en peligro de muerte. Habían nacido los los talibán tal como hoy los conocemos.

Saqueos, violaciones, asesinatos, brutalidad para imponer a una población agotada una serie de normas y leyes que rápidamente pondría al pueblo afgano en el punto de mira de las grandes potencias, de nuevo en la casilla de salida para el juego de la muerte.

La historia se obceca con los cabreros afganos, se repite y se vuelve a repetir. Una vez tras otra, un extranjero aburrido acude a sus montañas a derramar sangre afgana, la sangre de un pueblo en extremo humilde que ya se halla cansado de ganar todas las batallas y de perder todas las guerras contra civilizaciones extrañás que quieren negociar a bombazos. Hoy Afganistán puede ser el nido del mal, seguramente lo es. Pero no podemos caer en la trampa de los culpables. Ellos eran pastores de cabras, ellos no atacaron a Rusia, no atacaron al Reino Unido; ellos no buscaron intereses comerciales para sus empresas fuera de sus fronteras ni les importaron los recursos naturales de países extraños.

Afganistán hasta el día de hoy lo único que ha hecho ha sido responder a los ataques externos y como siempre, ha tenido que crear sus monstruos. Ni siquiera eso, ni siquiera tienen culpa del sufrimiento que causan sus monstruos. Cosa curiosa que los que más han sufrido el ira de las bestias hayan sido precisamente los que las crearon.

Quizá esa sea la pregunta del millón, quizá los pueblos deban preguntarse a que intenciones obedecen unos gobernantes, sus propios gobernantes, que crean monstruos en países lejanos que luego asesinan a sus gentes.

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Bloguero a ratos y escritor aficionado por momentos.

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