Desde que vivo en Brasil he de reconocer que la vida me ha cambiado, el espíritu, el alma incluso. No soy la misma persona que llegó a estas tierras, no pienso, no siento igual y eso se percibe en mis actos.
Celoso de mi intimidad, ahora vivo mezclado con gente que no conozco, gente que aparece y desaparece, que toma y que comparte cosas de ti sin permiso.
Aquí las cosas son así, un poco indígenas y lo acepto; me gusta.
Hay personas capaces de cruzar la calle para hacerte partícipe de cosas inverosímiles.
Una familia de capibaras pasta indolente a pocos metros de tu casa y no se inmuta ni Dios, un grupo de cinco o seis colibríes revolotea sin respeto ni temor alguno a tu alrededor y a nadie se le llena el corazón de emoción.
Mucho ríen con mis gritos cuando intento hacerles ver lo que llevan milenios viendo.
Tonto de mí.
Saben que disfruto con esas cosas, quizá es por eso que hoy un hombre me llama, hace gestos de que vaya a su casa como si ocultase los siete sellos del apocalipsis en una caja.
Voy sin dudarlo y llego a su casa, me recibe con una sonrisa enorme y con cara de compinche me hace un gesto de silencio.
Yo quedo quieto y el sin mudar esa sonrisa me dice…
-Escucha-
Contengo la respiración, quiero escuchar lo que el buen hombre me pide que escuche.
Me señala unas jaulas en las que guarda sus amados pajarinhos y me dice.
-Mira que alegría, mira como cantan mis bichinhos a la primavera.-
Yo los escucho ¡qué maravillosos sonidos salen del alma de esos animales, cuánta belleza!
Pero yo no soy brasileiro, yo soy un europeo insensible que no ama a los pajarinhos igual que ellos.
Yo escucho los cantos de las aves y como profano no nativo lo entendiendo a mi manera, a la manera primermundista que me dicen.
Hay pajarinhos rojos como brasas incandescentes, azules con un brillo eléctrico, verdes como piedras preciosas y sus cantos son pura delicia.
Me pregunto por qué cantan los pájaros a la tormenta, por qué cantan a ese sol tímido tras la nube.
El buen hombre descubre sus animalitos, los había cubierto del aguacero con muy buen criterio.
Yo le pregunto.
-¿Qué pájaros son?-
Le tengo que recodar que soy europeo, que para mí los árboles, los olores, los pájaros… para mí todo es nuevo.
A duras penas distingo dos tucanes que se hablan de un poste a otro, dos indiscretos coloridos que parecen interesados en nuestra conversación mientras el buen hombre me da pelos y señales y yo sonrío.
Le vuelvo a preguntar.
_¿Son oriundos de estos bosques?_.
Y el buen hombre orgulloso asiente, de nuevo un canto especialmente bien timbrado le saca sonrisas y suspiros.
Me vuelve a pedir silencio.
Por alguna razón reparo de nuevo en los dos soberbios tucanes que aterrizan, me divierte mucho cuando los escucho compartir gritos de un lado al otro de una vaguada.
Ese canto acre, áspero del tucán me gusta más, me atrae más; es como si esa explosión de color viviente me inspirase, me pidiese que hablase con el buen hombre por ellos.
Una pregunta tonta, una pregunta de las mías.
Soy preguntón, sobre todo cuando me hablan los tucanes.
_¿Por qué cantan tus pajarinhos?_.
Le pregunto, tonto de mí.
El hombre me mira con un punto de compasión en el fondo de los ojos, con grandes dosis de paciente comprensión en su mano sobre mi hombro.
Yo me limito a lo que nos limitamos los ignorantes, que no los tontos.
Me limito a escuchar.
_De alegría por la primavera_ insiste.
La respuesta, como no puede ser de otro modo, alimenta otra pregunta aún más tonta que la anterior.
_¿Qué hacen los animales de su especie en estos tiempos?_.
El buen hombre pone ojos nostálgicos, se nota que ama sus pajarinhos.
_Llenan el mato de cantos, vuelan como locos por todas partes y buscan parejas para criar_.
Creo que debería decir algo, mi silencio se hace incómodo
Ahora el que mira con compasión al hombre soy yo, ahora el que entiende que el otro no entiende soy yo.
Le digo…
_Y dime mi buen amante de los pajarinhos; si esos animales deberían estar volando, jugando y amando mientras tú los encierras en una jaula ¿qué te hace suponer que cantan de alegría? ¿qué te hace pensar que no están llorando su infortunio y que tu gozas disfrutando de la forma más canalla del dolor de tus amadas criaturinhas?_.
El buen hombre calla unos segundos, no sabe que decir.
Chasquea la lengua y con cara de «tú no lo entiendes» responde; me dice que yo al ser de fuera no comprendo el amor por las aves de las gentes del lugar.
Yo siento en mi cogote el peso de la mirada de los tucanes en el momento decisivo de la conversación.
Ellos escuchan, los tucanes me hablan.
Le doy su mensaje.
_Puedes convertir el llanto en canción, puedes disfrazar la amargura del cautiverio con un espejismo de alegría, pero mientras tu escuchas ese dolor, ellos mueren de pena y sufren con su corazón vacío viendo este sol ahora prohibido_.
Y lanzo mi sentencia.
_Si los amas de verdad, hoy los dejarás volar_.
Los tucanes elevan el vuelo, un graznido, otro.
_Por qué no compras prismáticos en vez de jaulas?_.
Los tucanes me hablan…
De nada.
Me alegro de leerte, un saludo y felicidades por esa nueva vida.
Muchas gracias.
Un saludo grande.