A raíz del juicio de “la manada” he tenido ocasión de leer y de escuchar muchos comentarios y opiniones sobre el tema. El trasfondo de este juicio ha puesto de nuevo en un primer plano la lucha feminista que todavía hoy muchas personas, hombres mayormente, no consiguen entender.
Algunas de esas personas tienen la concepción de que por el mero hecho de vivir bajo una Constitución y en un sistema de partidos con elecciones más o menos libres ya estamos en un sistema que garantiza la igualdad absolutamente, salvo en casos puntuales. No obstante, de entre quienes menos comprenden la lucha feminista la mayoría consideran que mujeres y hombres ocupamos el que es nuestro espacio natural, según nuestras respectivas biologías: la concepción y el parto, la fuerza física (teóricamente menor en la mujer), la capacidad intelectual (evaluada tradicionalmente desde el punto de vista de las capacidades masculinas)…
Es cierto que en los tiempos primitivos el aspecto biológico definía las capacidades de los individuos, pero desde que existe una organización social, y muy especialmente desde que ésta se hizo compleja, las diferentes funciones sociales y laborales que se atribuían a los sexos tenían cada vez menos sentido.
Estamos a las puertas de una era de la humanidad en la que esas diferencias biológicas y sobre todo las funcionales se van a difuminar muy rápidamente hasta quedar totalmente borradas; de hecho, llevan ya al menos dos siglos difuminándose, aunque cada vez lo hacen con mayor rapidez. Así pues, la excusa biológica debería quedar erradicada antes de que termine el siglo.
Prescindiendo de la parte estrictamente biológica, la inteligencia humana, masculina o femenina, resultan equiparables cuando se les dan las mismas oportunidades, no sólo de formación, sino de estimulación sensorial desde las etapas más tempranas del crecimiento y, naturalmente, de nutrición.
Desde mi punto de vista los hombres y las mujeres que todavía defienden la segregación de género son incapaces de entender la lucha feminista porque no se dan cuenta de que la mujer, para defender la equiparación, parte del pozo en el que la ha introducido el hombre. Un pozo creado por éste, que ha ido haciéndose más profundo a lo largo de milenios de discriminación, de una injustificable delimitación de funciones.
Así, cuando la mujer intenta empoderarse y disfrutar de libertades similares a las del hombre ha de hacerlo desde esos lugares que las sociedades patriarcales le han adjudicado, y comenzando por aquellos espacios propios más personales a los que el hombre menos accede: la vestimenta y la libertad sexual.
Más allá de la apertura mental de algunos movimientos juveniles del siglo pasado, vinculados siempre o casi siempre a clases sociales adineradas, la reacción de los hombres ante esa liberación ha sido de miedo o, en el mejor de los casos, la aceptación a ciegas de esa postura. Y en los últimos tiempos en que las comunicaciones han llevado otras culturas y mentalidades prácticamente a todos los rincones del mundo, sobre todo a través del cine, la televisión e Internet, e independientemente (salvo excepciones) del régimen político y cultural de cada país, la mujer en el mundo actual está generando movimientos casi revolucionarios que, sin embargo, deberían constituir habituales motores de cambio social no violento, transiciones hacia un mundo naturalmente equilibrado.
De manera muy notable en el mundo occidental la mujer se ha dado cuenta de que puede sentirse bien adoptando el modelo social y sexual que el hombre le ha asignado, vistiendo provocativa, maquillándose y peinándose al gusto, tatuándose… Y todo ello en el mismo grado que sus compañeros masculinos. Pero siempre, y he aquí el cambio fundamental, siendo dueña de sus propias decisiones, sin ceñirse a postulados que coarten sus derechos y libertades individuales. Es por eso que muchas chicas se divierten contoneándose agarradas al compañero de turno al ritmo del reguetón, o salen de noche sin hora de vuelta y realizan distintas prácticas sexuales con su pareja del momento, sea chico o chica, e incluso con una o varias personas simultánea o sucesivamente en la misma noche y luego presumen de ello abiertamente (he visto cosas que vosotros no creeríais…); o aceptan desnudarse públicamente o incluso practicar sexo oral en medio de un local concurrido a cambio de unas copas. Es más, son ellas quienes con mayor decisión e intensidad están promoviendo la visibilidad de nuevos conceptos como bisexual, asexual, demisexual, grisexual, reciprosexual, fraisexual o acoisexual, seguramente en un movimiento de reacción contra la opresora rigidez de la hetero-normalidad impuesta en los últimos siglos a la cual muy pronto se le quedó pequeña la dicotomía heterosexualidad-homosexualidad.
En un ambiente tan propicio a la fiesta salvaje como la noche pamplonesa, es normal que una chica de dieciocho años recién cumplidos cuyo único amigo ha desaparecido y que no conoce a nadie en la ciudad se vaya con varios chicos jóvenes que se le muestran simpáticos y amables. Y es natural y lógico que se muestre desinhibida y extrovertida con uno o más de ellos. Pero incluso en un ambiente tan propicio a la fiesta salvaje como la noche pamplonesa, incluso aun cuando ella hubiera estado riendo y bebiendo y quizá hasta retozando con uno o varios de ellos previamente, una palabra, un gesto, o incluso la ausencia de éstos, deberían haber sido señal más que suficiente de que algo no iba bien. Y ni todo el alcohol del mundo podría justificar que, si esos chicos hubieran sido bienintencionados (sus tuits previos les delatan), en vez de haber hecho caso a los indicios de desacuerdo, desagrado o rechazo, se hubiesen considerado en el derecho de actuar con tiranía y desprecio. Desde luego, ignoro cuán elevado sería su nivel de alcohol en sangre, pero sin duda si no fue suficiente para impedirles razonar lo bastante como para quitarle a la chica el móvil y hasta borrar algunos archivos, tampoco podría servirles de excusa para haber tratado a la chica como lo hicieron.
En definitiva, quien respeta las libertades y derechos individuales de la mujer no puede por menos que acompañar de ese respeto sus relaciones con ellas, cualquiera que sea la naturaleza de éstas; si la mujer como grupo social ha de empezar a aprender el manejo de su libertad compartiendo su sexualidad con quien libremente elija, y ser tan promiscua como desee, bienvenida sea su libertad; y si algunas mujeres eligen o necesitan aprender a calibrar el equilibrio entre sus necesidades, deseos y obligaciones practicando el juego de la provocación pero llegando a consumar sus insinuaciones en contadas ocasiones, por mucho que nos duelan las gónadas, tenemos que dar igualmente la bienvenida a su elección. Al fin y al cabo, nadie aprende a andar a su propio ritmo obligándole a correr al ritmo de otro.
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