El pasado domingo, 21 de febrero, el reportero más follonero de la televisión actual conmovió al país con un bien calculado retrato de la realidad laboral en el sector textil; obviamente, no cito su maestría en la post-producción a modo de reprimenda bajo acusaciones de manipulación, sino como elogio de su estilo informativo, que sabe conjugar lo impactante de la realidad con la objetividad de la información no comentada. Con sus silencios Jordi Évole nos demuestra que hay informaciones que se comentan por sí solas.
En cualquier caso, lo que puso de manifiesto ese reportaje de “Salvados” es la globalización bajo la que vivimos constantemente, y cuya influencia en nuestras sociedades resulta cada día más amplia y profunda. En cierta forma resulta paradójico que sea ahora, cuando el mundo se halla bajo una auténtica revolución tecnológica que no sabemos hasta dónde podría llevarnos, cuando estamos empezando a experimentar los efectos y consecuencias de la globalización comercial que comenzó a hacerse efectiva con la Revolución Industrial. Y cabría preguntarse, a raíz de ese retardo, aunque teniendo en cuenta la aceleración de todos los procesos en cuanto a su incorporación a nuestra vida diaria, cuándo empezaremos a tomar conciencia de los efectos de esta última revolución, la tecnológica, en nuestro día a día.
Sin embargo, la sensación de haber asimilado ya la globalización comercial y, por ende, económica, resulta una ficción de la que la inmensa mayoría de la población ni siquiera es consciente, aun en las sociedades mejor “informadas”. Hasta tal punto llega el engaño que se habla de la “crisis” como causa “natural” y comúnmente asumida de la situación financiera por la que están atravesando las economías de todos los países y empresas, y claro, por extensión, de todas las sociedades. Siendo cierta e indudable esa globalización contra la cual algunos grupos de activistas nos advertían hace algunos años, sus causas y sus consecuencias se nos han sabido ocultar con tal habilidad que parece descabellado todo aquello que se salga de los patrones informativos estandarizados, oficializados, ya sean explicaciones que nos lleguen desde los medios de comunicación alternativos (los oficiales tienen vedado salirse de los raíles) o de colectivos o individuos que manejan planteamientos que se nutren de informaciones complementarias, adicionales o, en el más cuestionable de los casos, de hipótesis personales.
Es más, algunos de aquellos grupos que protestaban contra la globalización vieron surgir en su propio seno individuos que cuestionaban la validez y oportunidad de aquellas protestas, dado que, siendo honestxs, el proceso de globalización comercial ofrecía elementos positivos que prometían favorecer un desarrollo coordinado e igualitario de todas las sociedades del planeta. Ahora, desvirgadas nuestra ingenuidad e ignorancia acerca del citado proceso, sabemos fehacientemente que no era así, en absoluto.
Los efectos de la globalización habrían resultado beneficiosos para el conjunto de la humanidad si en vez de haber ido dirigidos y coordinados por una élite financiera con egoístas intereses se hubieran desarrollado guiados por los mismos propósitos que se definieron en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuyo mayor error consiste en identificar a los “pueblos” con las “naciones”, como organizaciones garantes de los derechos del individuo, que son los que realmente se reconocen en el texto, en vez de hablar directamente de los derechos de los pueblos como entes identitarios formados individuos libres e iguales, de modo que los derechos de los unos contribuyan a garantizar los de los otros; pero esa es materia para otros escritos.
La cuestión prioritaria es que la globalización que, como decía, comenzó teniendo un carácter comercial, se amplió pronto al aspecto financiero, pero todo ello fue surgiendo de manera paulatina, sin la menor regulación normativa, y esta última cuando llegó lo hizo de forma parcial, y me refiero tanto a incompleta como a ceñirse a un grupo siempre muy limitado de firmantes, lo cual implicaba la aparición de numerosos vacíos legales entre los que lxs asesorxs legales y financierxs de las empresas aprendieron a navegar hábilmente para maximizar los beneficios empresariales.
A modo de ejemplo, en mi ciudad, una localidad andaluza del interior, se venden plátanos (o bananas para lxs quisquillosxs) procedentes de Guadalupe y Martinica, dos islas del mar Caribe pertenecientes a Francia, situadas al noroeste de Barbados, y a más de 6.000 Km. de mi población. Parece increíble que por un artículo tan insignificante como un plátano merezca la pena fletar un carguero. El engañoso cálculo que justifica tan cuestionable medida pasa por multiplicar el número de plátanos exportados y dividir el coste del carguero entre las múltiples empresas que lo comparten; lo mismo se podría decir de lo último en tecnología, que se fabrica en lugares muy concretos utilizando instrumental y maquinaria costosísimos, y se vende a precios muy distintos según el país y las condiciones de venta. Pero el ejemplo más claro lo presenta la industria farmacéutica, cuyos costes son los mismos para todo el planeta pero no así sus precios.
No obstante, lo más denunciable no son los injustificables precios de los artículos, sobre-inflados por unos márgenes de beneficios descomunales que se nutren de comprar al productor al mínimo precio, interponer un número exageradamente innecesario de intermediarixs, y vender al máximo precio viable. Lo que más debería encender nuestras alarmas es la fase final de la globalización: la rebaja de las condiciones laborales y de las coberturas sociales. En los países occidentales se lleva muchas décadas luchando por la mejora de las condiciones de trabajo. Recordemos que la explotación infantil estaba a la orden del día en nuestra moderna “vieja” Europa hasta hace apenas un siglo. Es cierto que esa situación se prolongó a causa de las dos guerras mundiales que marcaron la primera mitad del siglo, pero ello no justifica el lento progreso de los derechos laborales en algunos países occidentales, ni la pervivencia de sistemas coloniales hasta nuestros días.
El innegable cambio climático y sus efectos tanto sobre los recursos naturales disponibles como sobre los movimientos de población que provocará en las próximas décadas, éxodos tan masivos que la actual corriente migratoria de los refugiados nos parecerá una excursión escolar a su lado, sólo puede causar gravísimos enfrentamientos entre la población más pobre, salvo que decidamos tomar las riendas ya y encarar valientemente y con espíritu honesto los cambios necesarios. Esta honestidad dejará en segundo plano a la generosidad, que siempre se ejerce desde un plano de superioridad, lo cual va en contra de nuestros declarados principios democráticos, y dará mayor protagonismo a la imprescindible solidaridad.
En definitiva, si queremos sobrevivir al presente siglo sin destrozar el progreso humano, científico, cultural y tecnológico logrado hasta ahora, tenemos que aprender a convivir entre nosotrxs con el mismo respeto y cuidado que hemos de tener con el equilibrio ecológico del planeta, o de lo contrario quienes dirigen nuestros destinos ya buscarán el modo de reducir la población provocando guerras no abiertamente declaradas (en las modernas “democracias” de cara a lxs votantes no interesa decir abiertamente que dos países “civilizados” entran en guerra), promoviendo el surgimiento de grupos terroristas contra los que hay luchar urgentemente por nuestro propio bien (tras asustar a la población con calculados golpes del terrorismo en el corazón de Occidente), o extendiendo “pandemias” de virus manipulados genéticamente (recuerdo que hace al menos diez años algunos científicos “visionarios” auguraban rebrotes de ciertas enfermedades virales perfectamente controladas a mediados del siglo pasado).
Volviendo de nuevo al mensaje concienciador de Jordi Évole, lo que él nos permitió vislumbrar con un ejemplo muy localizado debería ser la llave que encienda la luz de las mentes más brillantes, no ya de lxs más notables dirigentes sociales, intelectuales y, menos aún religiosxs o políticxs, sino de la población en general, para hacernos ver que el verdadero objeto de la globalización son los recursos productivos y, por tanto, la mano de obra, esto es, todxs nosotrxs, la cual ante el nuevo capitalismo se ha devaluado rápidamente hasta niveles que sólo nuestras endebles garantías democráticas han conseguido frenar; pero dichas garantías no podrán resistir mucho tiempo si el pueblo no despierta de su aborregamiento con la dignidad con que se incubaron las revoluciones de los últimos siglos y les vuelve a otorgar la pujanza que tuvieron en un principio. Hasta que eso ocurra quienes vemos un poco más allá viviremos con el corazón en vilo en nuestro multitudinario aislamiento o, en el mejor de los casos, clamando en el desierto.
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