Ya hemos sido privilegiados testigos del funcionamiento de la Justicia en este país. El caso Urdangarín ha demostrado algo que no era preciso demostrar, porque todos lo teníamos más que sabido.
La sentencia del caso Nóos ha revelado las presiones hacia la fiscalía, y los movimientos turbios que se entretejen en el seno de la judicatura. No es que lo diga yo, que no tengo la más mínima experiencia judicial, ni pertenezco a ningún organismo relacionado con ella. Son los propios fiscales, los que lo han manifestado, y no sólo en este caso, sino en todos los que tienen que ver con la corrupción que tiene carcomidas nuestras – aunque no sé muy bien si lo son – instituciones.
Sin embargo, aparte de lo judicial, que no es poco, porque dice mucho de la mafia en la que se ha convertido nuestro país, existe algo que resulta también preocupante. Es un aspecto del que no he oído hablar. Aquí únicamente se hace referencia a la legalidad, a lo delictivo, a lo judicial y, como mucho, a lo político.
A mí, sin embargo, me preocupa también una arista de la que nadie habla. Se trata de la moralidad. Sobre todo de su moralidad. Porque su moralidad, es esa de los que van a los oficios religiosos, confiesan y comulgan, se casan ante un altar, bautizan a sus hijos y dan sepultura cristiana a sus muertos. Su moralidad es la moralidad cristiana, pero una moralidad basada en la fachada, como tantos afines a la cristiandad, haciendo negocio con el dinero destinado a niños necesitados, para su propio lucro.
Pero sobre esto la Iglesia no se manifiesta. Los obispos están para cargar contra el aborto o la homosexualidad, que parece ser que es algo que condiciona nuestras vidas. Un asunto de importancia capital. Lo demás no importa. Es la inmoral de lo inmoral. En mi percepción de la moralidad, al menos.
No se sorprendan si vemos a los hijos de estos mangantes, que ni siquiera lo son de guante blanco, hacer su primera comunión, y casarse ante un altar. Y comprobar como princesas, infantes o infantas acuden a los hospitales a besuquear a niños y ancianos, a enfermos terminales o de gravedad, mientras en sus cuentas de Suiza ingresan el dinero que otros, generosa y solidariamente, entregan comprometidos con sus cusas.
Me preocupa esa moral, y me preocupa que nadie se sonroje ante esa moral, que exista quien, a día de hoy, defienda esta monarquía que nos sangra continuamente y nos expone ante el resto del mundo, avergonzándonos como estado y como ciudadanía.
Es fundamental terminar con la corrupción, pero es indispensable que la Jefatura del Estado no esté en manos de gente tan innoble, que, además, goce de tal impunidad. Es cada vez más necesaria la abolición de la monarquía y la instauración de una república, donde la Jefatura del Estado responda ante la Justicia del mismo modo que cualquiera del resto de ciudadanos.
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