He leído y escuchado muchas cosas estos días en relación a lo que está ocurriendo en Cataluña. Muchos comentarios hablan del poco fundamento del referéndum convocado, casi todos, de los sentimientos que todos estos hechos les producen, pero muy pocos, casi ninguno, se atreve a hipotetizar con lo que ocurrirá ese día y, sobre todo, al día siguiente.
Pese a la distancia geográfica puedo comprender las aspiraciones independentistas de los movimientos más extremadamente nacionalistas, especialmente cuando una persona es sometida al intensivo lavado de cerebro que se propició desde las instituciones catalanas en los últimos treinta años y que se permitió desde los sucesivos gobiernos centrales a cambio de los necesarios apoyos en el parlamento.
A la vez, a pesar de la distancia ideológica con respecto a la ideología del gobierno de Rajoy, puedo entender perfectamente que desde Madrid se reclame el cumplimiento de las leyes.
Por mi parte me conformaría con que ambos gobiernos, el central y el catalán, se atuviesen fielmente a las reglas y al espíritu de la verdadera democracia.
Ahora bien. Parece cada vez más evidente que ni unos ni otros van a variar un ápice su postura en los días restantes hasta el 1 de octubre. Esto nos lleva a un escenario que, en mi opinión, nadie quiere ver, por complejo y doloroso, pero que no obstante va a resultar inevitable.
Veamos.
Por muchas papeletas, urnas y listas que se incauten, se haga en las condiciones que se haga, el referéndum se va a llevar a cabo, y teniendo en cuenta el rechazo españolista al mismo, me parece más que obvio que la opción independentista va a triunfar notablemente entre los votantes (esto es, entre quienes hayan ejercido su derecho al voto), mientras que entre los contrarios al referéndum, sean independentistas o no, será muy mayoritario el abstencionista boicot a este proceso electoral.
A partir de estos resultados Puigdemont y los suyos se van a sentir más que justificados para declarar unilateralmente la independencia.
Es cierto que los ciudadanos del nuevo país catalán, en tanto que ciudadanos españoles seguirán siendo europeos, pero no así el país en sí, que se verá automáticamente fuera de la Unión Europea, de la zona euro, y hasta de la O.T.A.N. Sin embargo, los ciudadanos que renuncien a la nacionalidad española y se queden sólo con la catalana serán prácticamente apátridas a efectos prácticos en cuanto pongan el pie fuera de territorio catalán.
Una vez declarada la independencia, se convocarán elecciones constituyentes. Esa será la última oportunidad de los partidos no independentistas de recuperar el control de las instituciones catalanas. Si logran la mayoría y consiguen ponerse de acuerdo, podrían derogar las sucesivas leyes de desconexión, de transitoriedad y cualquier otra normativa y declarar la vuelta a la Constitución y el Estatut, y además estarán democráticamente legitimados para ello.
Si, por el contrario, el nuevo parlament lo dominan las fuerzas independentistas, la situación legal y política será tremendamente compleja y delicada. Naturalmente el gobierno español esperará que los ciudadanos españoles que residen en Cataluña a la que no reconocen independiente sigan cumpliendo con la Hacienda española, mientras que la nueva Hacienda catalana esperará que como residentes en Cataluña declaren allí sus impuestos. Lo mismo ocurrirá con otras obligaciones ciudadanas, como formar parte de un jurado, y otras ocasiones similares, lo cual dará pie a la aparición de situaciones complejas de confrontación jurisdiccional.
Creo que si en vez de llenar las mentes de los independentistas con ensoñaciones rosadas les explicasen la realidad que les espera al otro lado del 1-O, ellos mismos exigirían al gobierno catalán que negociase un proceso legal para modificar las relaciones de cada una de las comunidades autónomas históricas con el estado central.
Nos quedan pocos días para que esto se arregle, y me parece altamente improbable que ocurra algo distinto a lo que he expuesto. Por una vez, me gustaría estar muy equivocado.
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