En la historiografía española suele admitirse como final del feudalismo el año del descubrimiento (o redescubrimiento, como ahora sabemos) de América. Sin embargo, el estilo de vida fundamental cambió muy poco hasta que la Revolución francesa introdujo nuevos conceptos en el ideario legislativo, y viró consecuentemente hacia la sustitución paulatina de la monarquía por la república, como sistema más igualitario por definición. No obstante, por toda Europa las coronas supieron adaptarse a los nuevos modelos sociales, y las monarquías sobrevivieron aceptando la democracia como forma de gobierno; en concreto en nuestro país, salvo periodos breves e inestables de república, la Corona como institución supo mantener su prestigio, o más bien su influencia, contribuyendo, directa o indirectamente a aquella inestabilidad de los dos periodos republicanos precedentes. Pienso que con ello demostraron más amor por el puesto y por los privilegios que aún conservaban, de los cuales no están todavía carentes, que respeto por la voluntad y por el bien del pueblo sobre el que regían.
En los tiempos medievales tenía una cierta lógica que el pueblo sintiese la necesidad de buscar la protección de un señor feudal contra determinados abusos, aunque no era infrecuente que el abusador fuese el propio señor a quien servían. Así, cuando veo una gran iglesia, una inmensa catedral o un imponente castillo no puedo dejar de pensar en las docenas o cientos de obreros que se esforzaron en trabajar y colocar aquellas pesadas piedras una sobre otra, elevándolas a alturas más que peligrosas, exponiendo sus vidas a cada movimiento (cuántos miles de vidas se deben de haber perdido en esos trabajos). A cambio, cuando venía un enemigo esas piedras solían ofrecer protección contra sus guerreros, si bien a nadie se le oculta que los propios campesinos eran reclutados frecuentemente para convertirse ellos mismos en esas huestes que asediaban el castillo enemigo.
En definitiva, quienes ostentaban el poder utilizaban al pueblo para construirse una fortaleza a medida, la cual el mismo pueblo tenía que defender siguiendo a pies juntillas las indicaciones y órdenes de los primeros.
No soy un especialista en historia, pero yo juraría que nadie preguntó al pueblo si deseaba que la Comunidad Europa del Carbón y del Acero (1951), germen de la actual Unión Europea, estableciese las condiciones del comercio de esas industrias. Tampoco se consultó la voluntad popular cuando en 1957 esos acuerdos dieron origen a la Comunidad Económica Europea, que establecía mayores controles sobre ámbitos de comercio más amplios, y tampoco se escrutó la opinión del pueblo para constituir la actual Unión Europea. Es más, cuando de hecho se consultó mediante diversos refrendos populares la aprobación de la Constitución Europea, cuyos contenidos, tanto los políticos como los medios se ocuparon bien de que no se divulgasen demasiado, el pueblo dio una amplia negativa, y aun así quienes ocupaban el poder a nivel europeo sustituyeron los puntos que dicha Constitución habría establecido por diversos tratados complementarios entre sí, al margen de la opinión del pueblo europeo, que ya en una ocasión les había desautorizado.
Esto es, una vez más, quienes ostentaban el poder utilizaron al pueblo para construirse una fortaleza a su medida, que el mismo pueblo ha de defender, principalmente con sus propios recursos económicos, y en ocasiones, incluso con su propia vida.
De nuevo estamos viendo cómo se negocian a espaldas del pueblo otros tratados que empeorarán ostensiblemente nuestras condiciones de vida. Esto, que ya de por sí requeriría de una inmediata, mayoritaria y firme respuesta popular, aun siendo grave, no ha de ocultarnos otra situación de una gravedad todavía mayor y que precisa de una movilización si cabe más generalizada y convencida: como consecuencia de los entresijos del poder, por orden de quienes ostentan el poder en diversos estados se está bombardeando Siria, Yemen y otros países, con la excusa de castigar a los “guerreros enemigos”, llamados hoy día terroristas, provocando que el pueblo inocente muera o, en el “mejor” de los casos, deba abandonar todo su pasado y prácticamente todas sus pertenencias, emprender un éxodo de miles de kilómetros que incluye trayectos por mar, y arriesgar sus vidas, para acercarse a otro “castillo” a cuyas puertas llamar pidiendo acogimiento. Y de nuevo, quienes ostentan el poder, ahítos de firmar tantos papeles inútiles, se mean sobre aquello firmado que contraviene sus intereses para luego decir que es papel mojado y hacer oídos sordos a las peticiones de mujeres, hombres y niñxs inocentes que sólo buscan, como nosotrxs, un país en paz en el que vivir como seres humanos, con voluntad propia y dignidad.
Nosotrxs, como lxs campesinxs de antaño (ver el primer párrafo de mi anterior artículo “Disuélvanse, ya no tienen nada que hacer”), levantamos la cabeza un momento para lamentarnos por ellos y continuar con nuestra briega diaria. Parece que siglos de sometimiento nos han domesticado y no somos capaces de revolvernos contra el “dueño” del castillo para decirle que no podemos darles la espalda a otrxs como nosotrxs, que nosotrxs construimos el castillo con nuestro sudor y nosotrxs decidimos quién puede entrar y quién no. Supongo que pensamos, como aquellxs campesinxs, que es o ellxs o nosotrxs. Y eso es lo amargo: que no hay por qué elegir, que cabemos todxs. Al fin y al cabo eso sería además lo justo, puesto que hemos sido “nosotrxs” quienes hemos destruido sus hogares y sus pequeñas vidas cotidianas, en el fondo tan similares a las nuestras, y quienes les hemos lanzado en brazos de la Muerte, cuando no la hemos lanzado a Ella directamente sobre sus inocentes cabezas.
Esta nueva Edad Media tiene que hallar su final, indefectiblemente, en otra revolución que ponga a las personas por encima de la costumbre, de la tradición, de los privilegios, y del miedo a lo desconocido. No obstante una nueva era de paz y de justicia no puede permitirse comenzar con un baño de sangre, como no sea única y exclusivamente la de lxs revolucionarixs, de modo que no hablo de una nueva “toma de la Bastilla”, sino de algo tan “simple” como salir a la calle y ponerse en marcha para traernos pacíficamente, sin grandes aspavientos ni soflamas, a nuestrxs invitadxs al interior del castillo. Después de todo, igual que lo hicimos, también podríamos echarlo abajo si nos impiden hacer con él lo que consideremos oportuno y justo.
Si quieres llevar esto mismo un poco más lejos, o saber más porqués, lee “El Dilema de la Edad”.
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