Lo sucedido el pasado viernes 27 de octubre de 2017 tiene mucha mayor trascendencia de lo que parece. Así, este lunes 30, recién estrenado el horario de invierno, amanecimos en una España diferente; ni mejor ni peor, diferente.
Nunca he olvidado una lectura de uno mis viejos libros de texto de E.G.B. cuyo título he copiado; narraba las sensaciones de un niño que un día despertó con mucha fiebre y, tras varios días en cama, se dio cuenta de que en esos pocos días había crecido varios centímetros. No podría decir ahora si es algo que alguno de mis compañeros también había experimentado, pero sí que lo comentamos mucho en clase. El caso es que aquel niño, como España, no había despertado mejor ni peor, simplemente había variado una característica suya: su tamaño.
Después del viernes España nunca volverá a ser la misma. Los conservadores, como por una especie de instinto, se aferran al concepto de España que han tenido hasta ahora, olvidando que eso mismo hicieron cuando el país se volvió democrático, cuando se legalizó el PCE, cuando se aprobó la Constitución del 78, cuando surgieron las autonomías, cuando se aprobó la ley del divorcio, y en tantas otras ocasiones en que se abrazaban al concepto existente negándose a admitir cambios y luego, con el paso del tiempo, asumieron esos cambios como propios hasta el punto de ser los “mayores defensores” de la democracia y de las autonomías frente al federalismo, así como de acogerse a la ley del divorcio con tanta o más frecuencia que los demás.
La proclamación de un nuevo estado independiente en contra de la legalidad vigente en el país no va a sentirse afectada por ulteriores proclamas del estado al que los independentistas han vuelto la espalda. Tras la destitución del President y de todos los consellers, junto a la disolución del Parlament, como desde el sábado se está viendo, se tiende a la creación de un estado catalán paralelo al español (lo cual no sería la primera vez que se da en el país); a cada uno de ellos obedecerán unos ciudadanos u otros, según su sentimiento de pertenencia a una realidad socio-política determinada. Por más leyes y constituciones y sentencias judiciales que se arroje contra todos los parlamentarios independentistas éstos no van a ceder, y menos contando con el respaldo y la protección de más de dos millones de ciudadanos en un país de unos siete millones, así como con el control de las cadenas de televisión y de radio públicas. Esto último, por cierto, ha sido una decisión que al presidente Rajoy le va a costar muy cara, puesto que para muchos de sus votantes supone una relajación del control sobre el independentismo; relajación prudente, seguramente, para evitar escenas de enfrentamientos cuerpo a cuerpo en la disputa por el control de las emisiones en un mundo en el que cualquier ciudadano lleva una cámara de vídeo en el bolsillo. Es más, esa decisión resultaba ineludible en un estado democrático que solamente pretende recuperar la normalidad institucional.
La convocatoria de elecciones el 21 de diciembre podría haber acentuado más si cabe la separación y el distanciamiento entre las dos realidades, la catalana republicana y la española monárquica. Los partidos independentistas no deberían presentarse a esas elecciones, no porque ley alguna se lo prohíba, de momento, sino porque hacerlo implicaría el reconocimiento implícito de la legitimidad de todas las decisiones tomadas desde Madrid en relación a Cataluña. Lo más coherente sería que convocasen unas elecciones propias a las cuales, evidentemente, solamente concurrirían los partidos independentistas, con lo cual se repartirían más cómodamente el poder de la nueva república. Sin embargo, parece que todos los partidos independentistas están dispuestos a presentarse a las del 21-D convocadas por Rajoy.
En cuanto a los demás partidos, aquellos que se cierren a la realidad actual o que, como algunas voces reaccionarias parecen sugerir, pretendan incluso desactivar la España de las autonomías puede que cuenten con el apoyo de los suyos pero difícilmente convencerán a quienes sean conscientes de que ya no hay marcha atrás, que sólo se puede avanzar. Estos últimos cinco años han sido la demostración más clara de que, engañados o no, hay una porción significativa de la población catalana que desea avanzar más en el autogobierno y si se desea satisfacer esta demanda sin que se produzca una indeseable desintegración de España, con la pérdida de peso internacional que ello supondría, solamente puede recurrirse a la fórmula federalista.
Los mayores detractores de la independencia de Cataluña alegan que no es tiempo de dividir, sino de unir; es cierto que el futuro pasa por la unión de los estados, pero esa unión no debe ni tiene por qué significar desintegración ni disgregación. Ésta puede y debe basarse en la integración de naciones con entidad propia, y España podría constituir un buen ejemplo de que semejante paso puede darse en una vieja nación europea sin que ello le suponga la menor merma en su integridad territorial ni en sus capacidades y potenciales económicos, culturales o de influencia internacional.
De hecho, pese a todo lo dicho y volviendo al título, en el caso de España no creo que sea el tamaño el que se vea afectado, sino más bien su organización territorial. Está claro que a la fuerza no se puede mantener una convivencia cívica pacífica, esto es, sin grandes tensiones, cuando algo más de dos millones de ciudadanos sientan que aquel que para ellos es el único gobierno legítimo está siendo duramente perseguido. Solamente una reforma de la Constitución puede abrir el camino hacia una solución democrática adecuada. No obstante, no sirve de nada la timorata reforma constitucional que parece proponer el PSOE; ni siquiera una nueva constitución con un encaje autonómico que otorgue mayor protagonismo a Cataluña y País Vasco sería de utilidad, puesto que crearía un agravio comparativo lesivo para otras comunidades como Galicia o Andalucía. Así, todo aquello que no implique una profunda reforma en el camino federalista será, en el mejor de los casos, una mera forma de postergar el momento de abordar la reformulación federal de España. Además, la transformación de la nación con autonomías en una federación o confederación de estados pondría más difícil la continuidad de la monarquía sobre todos ellos.
Independientemente de las diversas interpretaciones de la historia, lo cierto es que los viajes de Colón, financiados por un reino español, supusieron que desde nuestro territorio se iniciara una nueva edad con repercusiones colosales en la historia de la humanidad. Esta crisis institucional y constitucional, al margen de sus verdaderas, podría convertir a España en un país que sea capaz de lanzar nuevas transformaciones en el mundo que a su vez transformen de nuevo la historia de toda la humanidad.
Lamentablemente, el discurso de los líderes políticos acude siempre al recurso fácil de mantener las cosas como están, y si alguno de ellos tiene una idea de cambio se aferra a ella como si fuera inalterable por perfecta, sin abrirse a la matización, aun simple, y no digamos ya a la de envergadura. Así, si en lugar de tener necios calienta-sillones de mentalidad cortoplacista y servil para con el empresariado tuviéramos verdaderos estadistas, ellos mismos se darían cuenta de que nada puede traerles mayor renombre que demostrar que estuvieron a la altura y fueron capaces, en apenas medio siglo, de llevar a España desde una represora dictadura, pasando por la fase transitoria del 78, hasta una democracia realmente abierta, integradora y moderna, capaz de conjugar la sorprendente diversidad de nuestro territorio en un estado con unas señas de identidad comunes; de crear un proyecto tan atractivo como para ser el fundamento de la creación de una confederación de estados ibéricos.
De que nuestros políticos se den cuenta de todo esto y de que sean capaces de explicárselo a la población y de convencerles de ello dependerá que nuestro país avance unido o bien que se atomice o, en el peor de los casos, que vuelva a ser una, grande y… sujeta al bocado del miedo al cambio.
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