El sábado salí temprano de casa. Hacía mucho tiempo que no lo hacía. Me sorprendía a mí mismo observando a los pequeños subiéndose a los autobuses que los llevarían al campo donde iban a jugar su partido de fútbol, o de baloncesto. Llevaban consigo bolsas de deporte, y vestían una equitación idéntica. Parecían profesionales, como los que ves en la televisión antes de un partido importante.
Me di cuenta de hasta dónde nos ha llevado esta sociedad de consumo. Y hasta qué punto funcionan los subliminales mensajes televisivos, la imagen de los ídolos, la influencia de esos individuos que pasan a ser una especie de personajes épicos.
Muchos de ellos, pensé, habrán madrugado para pasarse todo el tiempo calentando el banquillo, y sin embargo, acudirán la semana que viene. Hemos forjado un mundo de competitividad salvaje: competitividad entre distintos equipos, competitividad dentro de los propios equipos, competitividad en el trabajo, competitividad en todo. Si uno observa los programas de la televisión, no puede por menos de darse cuenta de que todo está basado en la competencia, en la rivalidad: programas donde existen vencedores y vencidos, ganadores y derrotados.
No sé qué tipo de mundo estamos construyendo, con este capitalismo voraz que persigue el consumo y se olvida de enseñarnos a ser felices, a disfrutar, no de lo que tenemos, sino de nosotros mismos, de nuestra relación con lo que nos rodea, de nuestros amigos, de los demás. Un mundo en el que tampoco nos enseñan a aceptar la muerte, la pérdida, a vivirlo como parte de nuestra propia existencia.
Estamos construyendo un mundo de frustración y de frustrados, porque estamos basando la felicidad en la posesión de las cosas, y en la valoración que los demás hacen de nosotros mismos, en lugar de la valoración que nosotros tenemos de nosotros mismos y de considerarnos iguales a los otros.
Vivimos un espejismo que nos va a destruir como especie, No hay más que ver como se despachan las noticias de los refugiados, que ya ni tan siquiera son noticia, como si no existieran. Lo molesto hay que apartarlo, eliminarlo de la visión de nuestros ojos, hacerlo desaparecer de los noticiarios. Nos enseñan un mundo feliz, una quimera, que en realidad es un lodazal, un inmenso charco de detritus en el que nos revolcamos a diario.
Si no ponemos freno a este consumismo salvaje y desenfrenado, absolutamente irracional, en pocos años, nos habremos convertido en una sociedad tan decadente, que ni siquiera será sociedad, sino un conjunto de individualidades en lucha permanente.
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